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El Moro y El Niño

Raúl Héctor Campa García
Jueves 29 de Octubre de 2020
 

Sus padres optaron por salir del pueblo con la intención de mejorar la educación de sus hijos: seis mujercitas y tres varones. Eligieron una ciudad que se perfilaba como un emporio agrícola en el País, allá, a principios de 1950. Con la convicción de no perder sus raíces, el vínculo con sus orígenes. La decisión fue a propuesta de su madre. Ella soñaba siempre con una mejor preparación para la vida de sus hijos. Fue maestra normalista en ese pueblito donde se casó y formaron una familia.

Partieron a la ciudad, pero con regresos a menudo a su pueblito en las vacaciones, al término del ciclo escolar. El Padre, se quedaba a cuidar el ranchito que tenían cerca del pueblo, con sus vacas, caballos, mulas, burros y uno que otro buey que le ayudaban a la siembra de temporal de sus cuatro milpitas (en épocas de lluvias). Iba frecuentemente a visitar a la familia, dejando al cuidado del ranchito y de las milpas al vaquero que trabajó toda su vida con él. El Padre siempre llegaba cargado de lo que cosechaba y con el producto de la venta de algunas vaquillas y becerros de año, para el sostén de la familia.

El niño tenía un poco más de 5 años de edad cuándo se fueron a la ciudad, con la nostalgia infantil de, según él, no ver más a sus dos amigos: el caballo moro y el viejo perro de casa, “el Bull”. El perro que, en ocasión de su salida del pueblo, despidió -a su manera perruna- a la familia, con inquietos aullidos que terminaban en tristes y quejumbrosos gemidos, como un  lamento final; presintiendo que nunca más volvería a jugar con él niño. Bull murió pocos meses después, quizás de tristeza aunada a su vejez, en ese lugar de la abrupta serranía.

Regresaron pronto al pueblo, después de su emigración, fue en las primeras vacaciones escolares; el niño no encontró a su perro, pero su tristeza se transformó en felicidad al ver al Moro, su caballo favorito. Aquel caballo blanco con manchas negras, brioso, pero tan manso cuando lo montaba en el su padre al llegar a casa después de laborar en la milpa y en el ranchito. Desde que había cumplido dos años de edad, lo paseaba en el amplio corral y trascorral de la casa del pueblo, jalando de la rienda a paso lento, al Moro. El niño era feliz en el pueblo. Después, no sería la excepción en sus frecuentes regresos.

Ese día que llegaron al pueblo, su padre regresaba del rancho montado en el Moro. Parecía que no se había perdido la continuidad del tiempo; el niño había cumplido 6 años, y así, en cada vacación escolar añoraba ver y pasearse con el Moro, guiado desde entonces por él mismo. El manso animal sabía de su responsabilidad que tenía con el niño ¡claro que lo sabía! El caballo caminaba con un trote lento.

Cuando el niño cumplió 13 años, el padre comentó a la familia que el caballo Moro se había perdido o se lo habían robado; lo seguiría buscando hasta encontrarlo para que en las próximas vacaciones, el Moro estuviera con ellos. El joven adolescente no pudo evitar la tristeza, pensó que al igual que con su perro BULL, ya jamás vería a su caballo favorito. Para ese entonces cada vez que iban al pueblo, él, al igual que toda la familia, acompañaban a su padre al rancho, allá tras una montaña, donde pasaban algunos días.

El montaba un caballo bayo, muy “altanero”, eso hacía que extrañara más al Moro; añoraba sus encuentros con su caballo, ahora no sabía dónde estaba. Se había creado un fuerte vínculo de cariño entre ambos; él no podía ocultar la alegría con solo verlo, y el caballo moro manifestaba su regocijo con retozos y breves relinchos, agachando su cabeza en señal de saludo, golpeando la tierra con las patas delanteras, como llamándolo a dar un paseo, como siempre lo hacían. El niño desde los 7 años lo montaba, con la rienda bajo su mando.

Un día, cuando la esperanza de encontrar al Moro se había desvanecido, el Padre se encontraba descansando recostado en un catre en el portal interno de la casa que tenía la familia en el pueblo. En eso estaba, cuando escuchó con sus aguzados oído el trote de un caballo; trote que provenía de una callejuela cercana a su hogar. Se levantó como resorte exclamando con asombrosa alegría, que atrajo la atención de toda la familia y en especial al niño al escucharlo decir ¡EL MORO, EL MORO! ¡ES EL MORO! Con pasos presurosos, salió a la calle y el niño atrás de él, reconociendo al caballo, más no a su jinete, da un fuerte chiflido con el que siempre llamaba al Moro, que hizo que el caballo se detuviera y volteara hacía donde provenía el silbido, con la  sorpresa de quien lo montaba. ¡“Eitale” amigo! - gritó- ese caballo es mío, tiene el fierro de herrar. El jinete se “apea” del corcel y se lo entrega, sin mediar ninguna explicación, ni el dueño se la pidió. La alegría volvía a la familia, en especial al niño. El moro estaba de regreso.

El Moro al ver al chiquillo, relinchó mostrando también su alegría haciendo reverencias bajando y subiendo su testa y saludando con golpeteos a la tierra con sus patas delanteras,  en señal de invitación a el niño para que se montara en el... como siempre.

Pasaron unos 5 años más, de aquellas alegres citas de vacaciones escolares entre El MORO y el joven, que cumplia 18 años, próximo a convertirse en universitario; por lo que tuvo que salir a estudiar fuera de su Estado, sin pensar que nunca jamás vería a su caballo.

En el primer año de universidad, su Padre enfermó y su madre tuvo que vender la casa del pueblo, el rancho con todo y ganado, incluyendo al MORO que estaba envejeciendo. 

Ese mismo año Murió su Padre y 5 años después su madre. Nunca supo más de aquel noble caballo.

Él nunca regreso al pueblo, se volvió citadino. Pero nunca olvidó su maravillosa niñez que pasó en su pueblo natal. No se olvidó de su perro EL BULL a pesar del poco tiempo que convivió con el fiel animal. Nunca olvidó las alegres citas vacacionales hasta terminar la preparatoria, con su caballo el MORO.

Todavía, aun en su vejez, sueña con esos felices momentos de su infancia, cruzando arroyos, brincando acequias y trancas; cabalgando por la sierra en su noble caballo blanco con manchas negras. EL MORO.

 

raulhcampag@hotmail.com   

@DrRHCampa1

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