Muchos la emprenden contra el ex presidente Luis Echeverría en cuanto oyen su nombre. Yo no diría una palabra en su defensa si el juicio que lo condena fuera el resultado de analizar sus acciones negativas y las positivas, pero la actitud general de los mexicanos es condenar sin más al político solamente porque es político. Esos mismos mexicanos (y cuéntenme entre ellos) nos dejamos deslumbrar en el pasado por los fuegos fatuos del poder y contribuimos, unos por temor y otros por inercia, a que los presidentes se convirtieran en dictadores.
Cuando surgió la candidatura de Echeverría a fines de 1969 fue recibida con gusto por el hecho de que Gustavo Díaz Ordaz estaba por concluir su sangriento sexenio y se marcharía del palacio nacional. Tardaron los analistas de izquierda en recordar a la opinión pública que Echeverría era corresponsable de la masacre de Tlatelolco.
Pero Echeverría supo sumar puntos a su favor. A diferencia de Díaz Ordaz que sólo vino a Sonora como candidato y no volvió por estos rumbos, don Luis recorrió el territorio sonorense con el detenimiento que no lo había hecho ni lo haría ningún otro aspirante. Entró por San Luis Río Colorado, bajó hasta Caborca y siguió hacía Santa Ana, Magdalena y Nogales. Entonces había un tren de esa ciudad a Naco y Agua Prieta. Los periodistas nos fuimos en autobús a Cananea por la ruta de Ímuris.
A la gira se le atravesó la Navidad, que el candidato pasó en un ejido, y luego el Año Nuevo. En Moctezuma nos dio una rueda de prensa exclusiva para periodistas sonorenses (unos ocho) en la que tuvimos oportunidad de hacer cada quién dos preguntas. Me acuso de no haber comprendido ahí, quizás porque no había madurado lo suficiente en el oficio, que el pensamiento de Echeverría era confuso y falto de profundidad y eso constituía un riesgo que salió muy costoso..
Como en el mitin de Ímuris había prometido una reforma educativa, y de lo mismo había hablado un poco antes el presidente Díaz Ordaz, yo le pregunté que si la reforma educativa que prometía sería una continuación de la del presidente todavía en el poder o una distinta, y de tratarse de una reforma distinta, cómo sería. No entendí nada de su respuesta y creí que porque el tema era complejo y difícil para mis alcances. Pero al terminar la reunión fui al carro de prensa que venia con el candidato donde uno podía solicitar y obtener de manera inmediata una transcripción de todo lo que se había tratado. Y bien, leí varias veces el texto y me quedó claro que lo que había dicho Echeverría era una especie de cantinflada que ninguna inteligencia más o menos humana podía comprender.
El director de El Sonorense, que era amigo del candidato, estuvo de acuerdo conmigo y, muy preocupado, dispuso que al amanecer del día siguiente regresara yo a Hermosillo en avioneta y que cambiara aquel texto enredado por otro claro y en lo posible, avanzado. En otras ocasiones he contado este episodio burlándome de las limitaciones de Echeverría y tardé años en descubrir que ahí estaba la raíz de tantos desaciertos, sobre todo en materia económica. También comprendí que el éxito o el fracaso de un gobierno es responsabilidad tanto de los gobernantes como de los gobernados. Pero a muchos de éstos les resulta más cómodo echar toda la culpa a los primeros. A estas reflexiones me trajo el centenario del anciano Echeverría.
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