No sé a ustedes pero a mí el arranque del 2022 me infunde sensaciones contradictorias que mutuamente neutralizadas se resumen en una vaga sensación de fatiga. Por un lado, el hecho de que sigamos entre los vivos a estas alturas nos convierte, de entrada, en sobrevivientes de una pandemia.
Se dice rápido, pero no es poca cosa tras casi dos años de incertidumbre, particularmente el primero, en el que toda tos o carraspera podía ser al preludio de una muerte horrible y estornudar en un elevador te convertía en súbita fuente de peligro y desprecio.
Formar parte del contingente de sobrevivientes debería infundirnos una sensación de serenidad y confianza, y en el caso de los más optimistas, incluso, de entusiasmo: la idea de que la vida decidió eximirnos del bicho como si le importara que siguiéramos en este mundo o como si tuviera mejores planes con nuestro futuro. Insisto, eso los más optimistas.
En otros, en cambio, gravita la sensación de que en efecto libramos esas duras primeras batallas pero que la supervivencia será resultado de una larga convivencia con este nuevo enemigo y que la vida, en todo caso, nunca volverá a ser igual a la que conocíamos antes. No sólo porque se habla de cuartas y quintas olas, o del riesgo de que aparezcan nuevas variantes eventualmente más letales y perniciosas lo cual nos condenaría a vivir en eterno asedio biológico.
También porque en este mundo distópico, en el que el destino parece estarnos alcanzando, los cambios climáticos decidieron no quedarse atrás frente a los apocalipsis de tipo viral, y el Planeta se ha convertido en un campo minando en el que estalla, uno tras otro, algún desastre natural: tornados asesinos, temblores devastadores, heladas históricas, incendios indiferentes a las clases sociales, sequías que provocan poco menos que genocidios.
Y eso por no hablar de la necedad de élites y políticos de hoy en día, otra suerte de desastre natural planetario. El mundo encara retos inéditos y amenazas formidables justo cuando están en crisis los instrumentos para enfrentarlos. Los Estados nacionales están rebasados y los organismos internacionales carecen de cualquier atribución o legitimidad para abordar las epidemias, las criptomonedas, las redes sociales, las migraciones o la destrucción ecológica. Los procesos decisivos tienen que ver con inercias globales que carecen de centro, de ética o de conciencia.
Pesan más las decisiones de alguno de los llamados “amos del universo”, sentado en su oficina de Wall Street a cargo de un fondo de inversiones que determinará el futuro de un mineral o la economía de una región, que las determinaciones de un parlamento o un ministro de Estado. Y bien mirado tampoco es que haga mucha diferencia; al operador financiero que apura un teclado para irse el fin de semana a los Hampton le tiene sin cuidado el bien común en la misma proporción que a un legislador solo interesado en su carrera política o en la derrota de sus adversarios.
Somos afortunados sobrevivientes, sí, pero sin muchas ganas de festejar alguna cosa. La polarización política que domina en el mundo, y particularmente en México, ya pasó del momento partisano de la pasión constructiva que tenía sentido para uno y otro bando, y se ha convertido en una cantaleta prisionera de tópicos comunes y consignas necias. Rencillas cosificadas cada vez más ajenas a lo que importa en la vida. En otra columna esta semana compartí mi impresión de que esta navidad muchos hogares mexicanos habían decidido festejar pese al COVID pero gestionando el riesgo y además habían optado por dejar a la polarización política atrás de la puerta entre abrigos y bufandas para no intoxicarse en pleitos fratricidas.
En suma, domina en el ánimo de muchos de nosotros la necesidad de abrirnos con cautela a lo que habrá de traernos el 2022, pero con el resquemor de sabernos en tiempos difíciles.
@jorgezepedap