¡Lo que es no tener qué hacer! Un diputado, luego de exprimirse el cerebrito, promovió una iniciativa de Ley para que las cabalgatas se consideren parte del patrimonio cultural de Sonora.
Las cabalgatas saltaron a lugares preferentes de los periódicos cuando las hicieron primero Eduardo Bours y luego el copión de Guillermo Padrés, y las utilizaron como propaganda política. A los dos les fue mal, no en lo político sino en sus físicos respectivos, Eduardo se cayó del caballo y tuvo que andar unas semanas con chaleco de yeso; y a Padrés, que presumía de sanísimo, se le removieron las piedritas de los riñones y tuvo que ser operado y hospitalizado de urgencia.
Las cabalgatas que debieron haberse incorporado a nuestro patrimonio cultural son las que organizaba, con un grupo de amigos, el finado Benjamín Lizárraga, que nos dejó valiosos libros sobre Pitiquito, Altar y Caborca. Estas cabalgatas tenían un elevado propósito: reproducir, en homenaje al padre Kino, el recorrido de éste en la cruzada de civilizar a los nativos. Recordar esto pudo haber sido un argumento para sostener la iniciativa del diputado.
Es una lástima que a los diputados no se les haya ocurrido incorporar a los voceadores de periódicos al patrimonio cultural; eran pintorescos sus pregones pero ya no hay papeleritos en las calles. Desapareció la exigencia del “pilón” de los pequeños tanichis aunque fue sustituido por “el moche” en los contratos con el gobierno. Y creo que sólo un novio desorientado pide hoy permiso para visitar a la novia con horario fijo. Todos estos tesoros de nuestra cultura se perdieron por no haber tenido antes un diputado tan listo como el de ahora.
También hicieron de las suyas los legisladores al dejar al arbitrio del padre y de la madre si al registrar al bebé va en el acta primero el nombre del papá o el de la mamá. Buenos pleitos armarán en las oficinas del Registro Civil si llegan con la criatura sin haber llegado a un acuerdo. Y cuántas confusiones en la escuela y demás documentos oficiales. Y cuántos juicios de paternidad se quedarán sin materia. Y cuántos padres irresponsables le sacarán el bulto a las demandas de alimentos.
En el devenir de la existencia hay personas que por diversas circunstancias han omitido el apellido de uno de sus progenitores o, al contrario, se empeñan en conservarlo. Al gran pintor Héctor Martínez Arteche todo el mundo le decía Arteche. Su hija Alina tiene que agregar el Arteche entre Martínez y Cevallos (¿o Ceballos?), apellido de su mamá, para que al leer su nombre sepan que es ella.
El cantautor Pablo Aldaco no usa en las lides artísticas el apellido de su padre José de Jesús Navarrete (mi compañero de carrera, descanse en paz), creo que por razones eufónicas. Yo mismo, que al firmar mis notas en los periódicos omitía el apellido materno, lo añadí para identificarme, pues de repente me di cuenta de que tenía dos hijos Carlos Moncada y un nieto y dos bisnietos con el mismo nombre. O me agregaba el Ochoa o formaba una sexta de volibol. Opté por lo primero.
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