“Flaco, ojeroso, cansado y sin ilusiones”. Oscar Athie. Estudió medicina, cantautor y empresario mexicano.
En los tres años de Residencia médica en el Hospital Infantil del Estado de Sonora (HIES), donde cursé la especialidad de pediatría, rotábamos por todos los servicio. Por ejemplo, en Medicina Interna se atienden niños enfermos con Trastornos del metabolismo, Enfermedades Renales (con mi estimado Maestro Nefrólogo Pediatra, Dr. Ramiro García Álvarez, un cuenta charras y jocosas anécdotas en los breves momentos de relax; haciendo dupla con el Dr. Sotelo. Sotelo nos decía con su lenguaje pausando y pastoril de su natal Cumpas: esto que nos dice el maestro Ramiro “es verífico”, soltando una agradable sonrisa pueblerina. Las enfermedades cardíacas, con el cardiólogo, Dr. Manuel “El Chuma” Canale. A los niños con cáncer, las diversas enfermedades hematológicas y diferentes tipos de desnutrición (primaria y secundaria), entre otras patologías, estaban a cargo, en ese entonces, del entrañable y querido maestro Dr. Norberto Sotelo Cruz (QDEP); sus actividades no solamente eran asistenciales, sino también docentes, de investigación y jefe de servicio. No había Oncólogo Pediatra, un tiempo después del inicio de mi tercer año de Residencia, llegó el Dr. Gilberto Covarrubias Espinoza; Oncólogo Pediatra.
Todos los servicios por donde rotábamos, fueron importantes para nuestra formación, con buenos, recordados y estrictos maestros: Infectología con la Dra. Luisa María Godoy y Dra. Dohi Fuji (QDEP ambas), los maestros Dr. Martínez Peláez y Dr. Jorge de León. Cirugía, con el Dr. Joel Jiménez, “El maestro Trinchón”, y sus regaños con tono chilango; “como eres cabezón” y el Dr. Cordero (QDEP). Traumatología y Ortopedia, Dr. José María Goiricelaya Asla y el Dr. Vázquez. Neonatología – cuneros- Dr. Ricardo Franco. En Urgencias, el Dr. Martínez Medina. Consulta Externa, a cargo del Dr. Gimeno Johnson, que me decía, cuando me llamaban a la dirección; Dr. Campa, si vas con los jefes, hazlos sentir Jefes. Estaba de director el Dr. Abraham Katase Tanaka, que fue dos veces mi maestro: en el internado de Pre-grado, siendo Jefe de Enseñanza y a la vez adscrito del servicio de Pediatría en el ISSSTE, y después director del HIES. En Patología estaba (o está) de jefe el Dr. López Cervantes; su equipo tenían “bajo la manga” el diagnóstico final, en las sesiones anatomoclínicas. Rotamos por la consulta de Otorrinolaringología, Oftalmología, Dermatología y Radiología, etc. En este último, el Dr. Acedo nos cuestionaba los fundamentos de la solicitud de los estudios. Parte de la enseñanza. Algunos servicios son, por la carga de trabajo, estresantes; el servicio de Infectología era uno de ellos. Siempre en los hospitales de enseñanza existen “oasis, en el HIES, era el servicio de Traumatología y Ortopedia Pediátrica (el Dr. Goiricelaya, nos consentía mucho, hasta nos tenía café mañanero). La enseñanza y la asistencia era el común denominador. Hacemos Residencia, “no para saber más, sino para ignorar menos” parodiando a Sor Juana Inés de la Cruz, que decía “No estudio para saber más, sino para ignorar menos”. Un R1 lo dijo más coloquial, cuando lo regañó un R2 (QDEP), cuando le dijo “eres un pend…” - y el R1, respondió- “A eso vine, a que se me quitara lo pend…”. Respuesta aplaudida por el maestro Dr. Sotelo. No sé, si se le quito aquel o al R1.
Las guardias de los RI eran A/B de lunes a viernes cada tercer día, con jornadas de 36 horas tomando en cuenta las horas normales matutinas. Sábados y domingo (jornada acumulada de más 48 horas); un fin de semana de guardia y el siguiente descanso. Iniciábamos a “las 7 de la mañana”, con salida hasta el lunes a las 3 o 4 de la tarde, si bien nos iba. En el primer año todos padecimos fatiga crónica. Algunos en el pase de visita mañanero se dormían parados y uno que otro se desmayó, tal vez de cansancio. Por cierto un R3, en las guardias nocturnas, tenía “la mala costumbre” de bajar descansadito de su cuarto a las 2 o 3 de la mañana a pasar visita (costumbre que no se le quitó ni cuando adscrito (gran amigo, “chinga quedito”, pensaba que seguía siendo Residente). Las visitas eran con “escoleteada” (enseñanza alrededor de la cama de cada pacientito o en los pasillos). Con preguntas que tenían la intención de dejar mal al Residente con menor jerarquía (al sufrido R1 o al R2). Parte de la enseñanza, con el propósito de que estudiáramos más, o por “venganza” por sufrimientos pasados, como R1.
Las sesiones anatomoclínicas semanales son necesarias; aunque sea un estresante método de enseñanza.
Los comentaristas de los casos son los Residentes (RI, R2 y R3), asignados sorpresivamente minutos ante de la sesión; la historia clínica a discutir se entregaba un día antes. Buena manera para hacernos estudiar y poder externar posibilidades diagnósticas. Se daba margen a los comentarios de los demás maestros y Residentes, la asistencia de estos últimos es obligatoria. El Dr. Sotelo, si no participábamos con comentarios, nos regañaba y si comentábamos, nos pegaba una “trapeada de Dios Padre”. Era otra de las frecuentes friegas (en lenguaje pastoril, es una chinga realizar una especialidad médica). El cansancio, no a pocos, nos hacía pensar en abandonar el barco, como lo hicieron algunos compañeros.
EL primer día que inicié como R1 (1982), ya casado, mi hijo mayor tenía 3 años y el segundo 5 días de nacido, mi hija (la pequeña) nació tres años después de que terminé la Residencia (los tres ya adultos son excelentes hijos y buenos profesionistas; dijo “el modesto papá cuervo”). Ese primer año de la especialidad, pocas veces los vi despiertos, me iba a las 5 de la mañana, y ellos dormidos. Cuando me tocaba descanso, solo los abrazaba, cansado, leía un poco antes dormir. La entrada al hospital era a las 7 de la mañana, teníamos que llegar dos horas antes para que nos alcanzara el tiempo para recibir la guardia, tomar los exámenes clínicos indicados para ese día (muestras sanguíneas, de orina, heces, recolección de contenido gástro-biliar, aplicando sonda naso u orogastro-duodenal, canalizar paciente, y hacer ordenes de laboratorio, etc.), e incorporarnos a tiempo a la maratónica visita mañanera e informar la evolución y nuevos ingresos de pacientitos; con el jefe de servicio, los médicos adscritos, los R3, R2 y R1, enfermería, trabajadoras sociales, estudiantes de enfermería, y en ocasiones el director del Hospital se unía a la larga visita (al que invariablemente el R3 jefe de guardia tenía que dar el reporte del turno: “El parte médico de la tropa, al comandante supremo” (Dr. Katase).
Hasta en el comedor se notaba las jerarquías. En las mesas solo R1s (si alcanzaban ir a comer al terminar sus labores asistenciales y académicas y si no, a mendigar un tente en pie), los R2 y R3 no se mezclaban con R1. De R3, en nuestra guardias se quitó, cuando menos en ese año, esa cruel discriminación jerárquica, los R1 bajaban y convivíamos en las mesas con Erres revueltos, pero con una buena intención (le decíamos, en broma y en serio), “para que rindan en sus labores”. Cuando se les notaba el estrés les decía: “No te apures para que dures”.
Siendo R1, se lo dije a uno de mis R2 y me contestó: “Apúrate cabrón, si no, no duras en la Residencia, te caerá la pirámide encima”. Ni pex me tuve que apurar. Como Atlas, ese ser mitológico griego que Zeus condenó a cargar sobre sus hombros la bóveda celeste, así cargamos muchos ese pesado mundo, al realizar una especialidad médica. Qué no se compara, con todo respeto, con ninguna otra profesión.
Terminaba uno en ese primer año, cada día y después de cada guardia, como la canción del autor Oscar Athie: “Flaco, ojeroso, cansado y sin ilusiones”. Pero al siguiente día regresábamos con renovado ánimo. Todo en aras de lograr nuestro anhelo: Ser médicos especialistas. Después como R2 (“enredos”) era menos la “chinga” y de R3 (“casi ni los ves”) más descansados, todos con una disciplina militar, pero con temor a que nos cayera la angustiante pirámide (de R1 a continuar como R2 o R3), que nos truncaría terminar la especialidad. Afortunadamente salimos avante.
Ese primer año, al llegar a casa después de una guardia, mis hijos “me veían como un vil desconocido”. Esto me hizo, en varias ocasiones, pensar en renunciar a las pocas semanas de haber iniciado la Residencia. Gracias a mi amada esposa, y su incondicional apoyo, me impulsó a no claudicar a mi aspiración de realizar la especialidad. “Si otros pueden, por qué tú no vas a poder” me dijo. No desistí a pesar de los desvelos y calambres en las piernas que frecuentemente me daban. Ahora, Si – otra vez- me preguntaran ¿qué hubiera querido ser si volviere a nacer? Contestaría, con el Dr. Césarman: “Volvería a Ser médico”… y... Pediatra.
Todos los pacientitos y sus diversas patologías, durante nuestra preparación, y ya como médicos, nos enseñan mucho. La Pediatría, no es como decían y creen algunos médicos, a principios y antes del siglo XX, que desdeñaban nuestra especialidad, expresando sin argumentos, que “el niño era un adulto chiquito” ni que fueran enanitos adultos (a los acondroplásicos, los detectamos desde su nacimiento). En una ocasión, un buen amigo Médico Internista, me “derivó un adulto chiquito”: Paciente de 24 años de edad; le reclamé “que no era un niño grandote”, que por su edad no era pediátrico, y soltando una sonrisa, me salió con: “No te lo envío por la edad, sino por el tamaño”. No era enanito el paciente, tenia severas secuelas de Parálisis Cerebral Infantil, se le diagnosticó tuberculosis peritoneal, según el reporte de Patología de ganglios abdominales.
Ejercer la medicina, es como caminar en la casa del jabonero: “el que no cae resbala”. Pero siempre con la máxima de Hipócrates: “Primun non nocere” (primero no hacer daño) y no convertir el acto médico en charlatanería, como “algunos chamanes con título”; que existen por doquier.
Quizá algún político mexicano cree que hacen falta en nuestro País este tipo de chamanes, nahuales, o como los vudús antillanos radicados en Cuba; que tal vez a él ya le hayan realizado un limpia (dentro del Palacio virreinal), para alejar “pájaros de mal agüero y otros males conservadores”.
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