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Sábado 23 de Nov de 2024
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Los abuelos paternos

Armando Terán Ross
Martes 20 de Septiembre de 2022
 

1954

Un cáncer de garganta dio alcance a la cantidad de cigarrillos del "Faro" que el abuelo enrollaba sentado a pierna cruzada en la sala de su casa que daba al puesto de  abarrotes que él junto con mi abuela habían abierto en aquella casona de amplios arcos interiores cuya puerta principal daba hacia la banqueta de la Zacatecas. La clientela no era muy abundante pero satisfacía los ingresos necesarios para el mantenimiento de ambos.

En aquel abarrote mi abuela paterna encontró en mí, su primer nieto, su vocación de abuela consentidora, y yo pasé al beneficio de beber sodas y y de engullir cuanta golosina permanecía tras el mostrador de uno de los changarros pioneros en la ciudad.

La tarde crepuscular distaba algunos kilómetros hasta el final de su ocaso que ocurría más allá de la laguna; y la abuela daba prisa a sus pies muy de mañana para que no se le fuera "El Aguador"  de barrica tirada por asno, con quien llenaba sus cubetas para surtir la casa  sin red de agua potable ni drenaje público.

En aquellos años mi infancia supo de un señor apodado "Chinto" de quien escuché decir era dueño de un gran número de viviendas de renta en la ciudad naciente. Alguna vez lo vi a la distancia desde la casa de la abuela, sentado en un taburete con un paliacate prendido al cuello para paliar el sudor de agosto.

Al pasar del tiempo y la muerte de ambos abuelos, la casa pasó a ser una ampliación del taller de rectificado de motores de Exíquio Gómez.

Esta construcción fue también hogar de el "Sultán", cancerbero del patio de la abuela, un pastor alemán tan fiel e inteligente como suelen ser los de su raza, que la abuela alimentaba con enormes tortillas de maíz y restos del cocido de la comida.

A veces la abuela me  mandaba a comprar un "tubo de luz media" para el quinqué que iluminaba la noche en el zaguán. La carencia de los servicios públicos de energía eléctrica daban a la ciudad incipiente un cielo negrísimo y estrellado para alucinar a simple vista gracias a la falta de alumbrado público.

A pesar de esto, los abuelos contaban con servicio telefónico pionero en asentamientos como nuestra escasa población; el aparato lo encontraba uno sujeto al muro norte de la estancia y era necesario descolgar un auricular conectado al aparato con un cordón eléctrico similar al que usaban las primeras planchas eléctricas. El micrófono se encontraba fijo en el cuerpo de madera del equipo. Para llamar era necesario descolgar el auricular y colocarlo al oído a la vez que pronunciaba para la operadora de la central telefónica el número al que deseaba llamar. A las operadoras de la central se les conocía como "las telefonistas".

Alguna vecina pagaba veinte centavos a la abuela por el uso de aquel teléfono que no distaba mucho tiempo del invento de Edison que revolucionó la comunicación humana 

El arraigo del abuelo al tabaco llegó un día a la casona para cobrar su uso en la garganta del anciano. El mal incurable fue visto con incredulidad en la familia y la abuela en su rusticidad culpó a la intervención médica del deceso de su marido.

El día en que llevaron al abuelo en un rústico ataúd gris a la Capilla, mi apá me levantó en vilo para que mis siete años miraran a través del cristal el rostro del abuelo por última vez, pero la facha de quien allí miré, no era la del abuelo sino la de un extraño de larga barba blanca y rostro  cadavérico.

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