Entender cabalmente la estrategia de seguridad del gobierno de Andrés Manuel López Obrador no resulta fácil porque está escondida detrás de una contradicción. ¿Cómo empatar las dos tesis aparentemente opuestas sostenidas por el presidente? Por un lado, la del pacifista que pregona “abrazos no balazos” y por otro el impulsor del protagonismo de los militares en la administración pública y, sobre todo, el creador de la mayor fuerza de seguridad que se haya tenido en la historia del país. Una guardia nacional con 130 mil elementos hasta hoy (cuatro veces más que la extinta policía judicial) y la ocupación del territorio nacional mediante la construcción de cientos de cuarteles. Un despliegue más propio de un halcón que de una paloma.
Pero la estrategia resulta menos contradictoria si partimos del diagnóstico original, planteado desde el arranque del sexenio: uno, la guerra sola no basta para erradicar el problema, había que abonar a las causas de fondo; y dos, el Estado no se encontraba en posibilidades de enfrentar con éxito al crimen organizado por la deplorable situación de sus policías y ministerios públicos. En tales condiciones, a mi juicio, la estrategia se habría construido a partir del efecto combinado de cuatro iniciativas, y una quinta y final en caso de que las anteriores no funcionaran (e insisto, a mi juicio, porque aunque no consta en ningún documento, es la lógica que subyace en lo que hemos visto en estos cuatro años).
1.- La necesidad de una tregua. “Abrazos no balazos” perseguía dos propósitos: conseguir un apaciguamiento inmediato de los altísimos niveles de violencia, al pasar el mensaje a los capos de que el Estado ya no estaba en guerra; y, a la vez constituía una tregua para ganar tiempo en la construcción de los dos siguientes puntos.
2.- Atender las causas profundas de la violencia. El presidente está convencido, y seguramente con razón, que en última instancia la inagotable capacidad de reclutamiento del narco tiene que ver con la falta de oportunidades de la población joven. La descomposición de valores y la ausencia de alternativas laborales y educativas convierten a la delincuencia en la más atractiva de las opciones, pese a sus evidentes riesgos. AMLO asumió que el impacto combinado de sus programas sociales y la mejoría de la economía popular (la pandemia y sus efectos no formaba parte del escenario), irían reduciendo paulatinamente esta situación. Sabía que sus medidas tomarían tiempo, de allí la necesidad de una tregua para disminuir, mientras tanto, los indicadores de violencia
3.- Despliegue territorial disuasorio. Pero la 4T tampoco ha sido ingenua, pese a la burla que desató la consigna de “los abrazos”. Se tenía claro que ninguna paz era sostenible en la situación de desequilibrio que existía entre la capacidad de fuego y organización de la delincuencia y la paupérrima capacidad de las policías. La precaria presencia del gobierno federal, y la debilidad de los poderes locales, había convertido en “territorios libres” amplias regiones controladas por los cárteles. La opción de enviar al ejército de entrada por salida a las zonas bravas había demostrado su inutilidad en sexenios anteriores. De allí la necesidad de, por una parte, generar un enorme cuerpo de seguridad, la Guardia Nacional, para sustituir a la insuficiente y corrupta policía judicial y, por otro, construir una vasta infraestructura física para recuperar los territorios perdidos. El supuesto era que la sola presencia física permanente y el patrullaje inhibirían la intensidad de algunas prácticas criminales y los cárteles asumirían un perfil más bajo.
4.- Saneamiento del poder judicial. Un cuarto punto, en realidad nunca desarrollado más allá de los buenos deseos, pasaba por la limpieza y fortalecimiento de ministerios públicos, jueces y tribunales. La imposibilidad de impulsar desde el ejecutivo una reforma de fondo en un poder sobre el cual carece de atribuciones, hizo que esto nunca pasara de un exhorto, y prácticamente fue abandonado o postergado para tiempos mejores.
¿Sirvió? En teoría el impacto combinado de los primeros tres puntos tendría que haber hecho efecto: tregua para ganar tiempo y aliviar indicadores, mejora de alternativas para los jóvenes y prosperidad de los sectores populares, recuperación presencial de territorios y despliegue de fuerza física capaz de inhibir acciones criminales. El gobierno sostiene la eficacia de su estrategia citando indicadores. Un vaso medio lleno o medio vacío, según se mire. Algunas funcionaron en algo, otras no tanto (la tregua, por ejemplo). Logró detener la inercia de violencia, que cada año rompía el récord anterior, desde tiempos de Calderón. Se dice rápido, pero no es poca cosa. El problema es que detuvo el crecimiento en su punto más alto; las estadísticas se mantuvieron en una meseta elevada e insostenible. En promedio 33 mil asesinatos anuales durante la primera mitad del sexenio y apenas en 2022 una disminución de 6% con respecto al año anterior. La 4T asegura que se trata, por fin, del punto de inflexión en la curva. Los críticos minimizan el exiguo resultado frente a los enormes recursos desplegados, lo cual, a su juicio daría cuenta del fracaso de la estrategia.
Los números darán la razón a uno u otro; si la estrategia necesitaba tiempo para comenzar a funcionar lo sabremos hasta finales de 2023 o 2024. Pero también podría suceder que el impacto sea tan tenue o tan lento que provoque una impaciencia políticamente insostenible entre la sociedad mexicana, particularmente cuando López Obrador ya no esté en Palacio. Lo cual nos lleva al quinto punto.
5.- Fuerza física para vencer a los cárteles. Sin necesariamente dejar de creer en la posibilidad de tener éxito con los tres primeros puntos, en la práctica López Obrador está construyendo una infraestructura física y legal para ofrecer a su sucesor una opción que él no tuvo: la posibilidad de enfrentar al crimen organizado en igualdad o en superioridad de fuerzas. El objetivo de entregar 170 mil elementos de la GN, atribuciones ampliadas del ejército, más de 500 cuarteles, armamento, capacitación e inteligencia reforzadas, todo para el final de su sexenio, hacen una diferencia. Permiten concebir el paso de una estrategia simplemente presencial a una de ejecución efectiva. Una posibilidad que tendrá sobre su escritorio el próximo presidente. Por si se ocupa, como dicen en el norte. No sé si sea la mejor estrategia o la única, pero es lo que es, y mejor entenderlo.
Twitter @jorgezepedap