Para leer Café Trotsky, se requiere la lejanía de los prejuicios, la disposición de regresar a la adolescencia.
¿Qué elementos definen el título de un libro? En este caso el lector se cuestiona y urde y concluye: el cuerpo de las historias lo dictan.
Café Trotsky (ed. MAMBOROCK 2023), del escritor sonorense Joel García, iza su bandera y pregona desde la portada la conducta ideológica como definición del tema (los temas) que se proponen.
Inevitable el regocijo, la carcajada constante, porque el humor se apersona intrínseco. Cuánta galanura para reseñar los días infaustos de un niño-adolescente-adulto, que describe a perfección los años torales en su vida: la formación.
El barco de papel navega natural en la esporádica corriente de ese arroyo citadino. Con armonía los párrafos del primer cuento (y de los sucesivos) mantienen en alerta al lector, lo toman de la solapa de su camisa, lo retienen en el sillón, inerme ante los cuestionamientos que subyacen: bendita incongruencia de los padres, maravillosa crítica a la ideología que decomisa la responsabilidad más inmediata que es la atención de la crianza de los hijos.
Fuimos románticos, nos queda claro, repartimos propaganda política, nos ocupamos en la vigilancia de la precariedad de los otros, nunca de las nuestras. Quisimos cambiar el mundo, hacer la revolución, cometiendo los mismos abusos que cometieron contra nosotros como sociedad.
En el tono más lúdico, bajita la mano, Joel García, recurre a la memoria y atiende el llamado interior. Toca las teclas de su ordenador, pacíficamente, en la euforia, concluye de manera ordenada, con ojo de bisturí, la amalgama de su cuentario, el que ahora ronda de mano en mano, el que sin lugar a dudas también nos sacude con el golpe más íntimo de la reflexión.
Lúdico, subrayo. Erótico, desparpajado, con esa bendita irreverencia que es valentía, porque el escritor se atreve a construir los mundos dispuestos, a la vista de todos, pero que por el velo del pudor que nos arropa, muchos de nosotros no nos atrevemos a escribirlos. No sea que al paso de los años nuestros hijos nos lo echen en cara.
Pero qué otra cosa puede ser quien escribe si no la honestidad de su pensamiento, sus ideas. Joel lo atiende, lo asume, y la consecuencia es decir lo que desearía encontrar en los otros libros, esos a los que acude con frecuencia, porque sin ese bagaje de títulos, no podría lograr esta prosa finísima que ahora nos muestra y de la cual nos enteramos con felicitud.
Para leer Café Trotsky, se requiere la lejanía de los prejuicios, la disposición de regresar a la adolescencia. El entramado vivencial con el que los personajes desenvuelven las historias aquí contenidas, es un espejo enorme y maravilloso que nos permite encontrarnos con nosotros mismo y dialogar en susurro, como deseando que los derroteros de la vela perpetua no se enteren lo que nuestra alma libertaria oculta. ¿Niño déjese a’i?
Bien lo dice Lenin Guerrero, en la sinopsis de la contraportada: Tal parece que Café Trotsky fue requisado en un semáforo aduanal para el desvarío, haciéndose valer con narraciones que nos empujan a los confines de la corrección política: algunas como réplicas de las íntimas turbulencias de la sexualidad adolescente, y otras tan zipeadas que rompen con el oleaje de la ultraviolencia al descomprimirse.
¿Qué más podemos exigirle a estos cuentos –continúa Lenin- si parecen haber exprimido todo el fósforo para mantener viva la llama del amor?
Ayer conversaba con un lector que recién le encajó la estaca al libro de marras, comentó, entre otras cosas, que los temas son ideales para que ronden las aulas de secundaria. Yo concluía: y para nosotros quienes vivimos en el refugio de nuestros fantasmas, la estación más febril de nuestra historia: adolescencia y juventud.