Anoche fue presentada en el Centro de las Artes la reimpresión de la novela “Cualquiera que os dé muerte” de la escritora y periodista española Cecilia G. de Guilarte, que vivió casi diez años entre nosotros. La primera edición de esa novela data de 1969, editada en Barcelona. Entonces la dama había regresado ya a su patria.
Que fue académica de la Universidad de Sonora, dice en nota de ayer “El Imparcial”, No, no lo fue. Sí fue directora de la Revista de la Universidad a partir de 1957, y le tocó publicar del número 2 al 8. Fue sustituida por Rubén Parodi en 1961, quien sacó dos números más. Y yo, autor de esta columna, dirigí la Revista de 1964 a 1967, lapso en el cual la puse al corriente (su periodicidad era trimestral pero no había salido con puntualidad) lanzando a la luz las ediciones 11 a la 27.
Cecilia vino a Sonora ya con renombre de escritora profesional. Vivía aquí cuando Costa Amic le publicó su comedia “La trampa” en 1959. La dedicó a sus hijas Marina, Ester y Ana Mari. La primera casó aquí y se quedó a realizar una notable tarea cultural; la tercera debe haber estado presente anoche, en el homenaje a su mamá.
En 1960, el Ayuntamiento de Cajeme convocó un concurso literario en tres géneros: Poesía, Cuento y Ensayo, con premios en efectivo, bajo el tema del cincuentenario de la Revolución Mexicana. Ganamos Abigael Bohórquez en poesía, yo en Cuento y Federico Osorio Altúzar, que después se graduó filósofo en la UNAM, en ensayo. Yo tenía 26 años, sólo había ganado concursos universitarios, no publicaba aún mi primer libro, y me sentí orgulloso cuando me informaron que la señora De Guilarte había participado en el certamen con un cuento.
FALTA OTRO HOMENAJE
Aunque esta familia tuvo que refugiarse en México por desafortunados motivos políticos, Sonora recibió el beneficio de todos sus integrantes. El marido de Cecilia, el ingeniero Ruiz Girón, de quien se había separado, merece un homenaje por méritos propios. No sembró literatura, es cierto, sembró árboles.
No sólo atendió profesionalmente, bajo contrato, los árboles que los agricultores o las autoridades de los centros urbanos le pedían salvar y proteger. Por iniciativa propia, si en un jardín privado descubría un árbol enfermo asesoraba al propietario gratuitamente sobre la manera de cuidarlo. La voz popular lo apodó “el hermano árbol”.
El ingeniero Ruiz se fue a vivir a la Ciudad de México y puso sus servicios a las órdenes del jefe del Departamento Central (hoy Ciudad de México) cuando Carlos Hank González era el jefe. Con su apoyo, consiguió embalar las raíces de una secoya, esas coníferas que viven centenares de años, y la llevó a España y la entregó al rey como signo de amistad entre los dos países.
Si esto me lo hubieran contado, me habría sido difícil creerlo, pero cuando ”el hermano árbol” volvió a la capital y me mostró las fotos junto al monarca, no dudé más en el milagro. Es imperdonable, pues olvidarlo, como hoy olvidé yo su nombre de pila.
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