Un catorce de febrero más ha pasado y la vorágine de rosas, angelitos, chocolatitos, rojos corazones pletóricos en blancos encajes, ositos de peluche y otras románticas representaciones del amor y el consumismo nos ha dejado chorreando miel y con un agujero en los bolsillos. Podríamos decir entonces que esta es una festividad no apta para individuos diabéticos ni salario-minimalistas, lo cual y muy alegremente parece importarnos un comino.
Esto pudiera ser un antídoto contra la violencia de nuestra época, sin embargo –y aquí debieran encenderse nuestras antenas- caemos en el eterno quid de las celebraciones importadas: En el mejor de los casos, ignoramos su relación con el entorno donde nace y tendemos a permear esta falta con un globalizador sentido de asimilación y dígalo si no la práctica del Halloween.
Como muchas fiestas de origen anglosajón, esta parece haber encontrado carta de naturalización en nuestra América Latina, siempre tan proclive a las celebraciones. Desde México hasta Chile, ese día nos uniforman las manifestaciones amorosas, se abarrotan las jugueterías, las rosas rojas son la flor más común en casi cualquier esquina de pueblo y unos a otros nos deseamos un “feliz San Valentín” sin saber siquiera a cual de los tres bienaventurados Valentines del santoral estamos invocando, ¡pues a los tres se les recuerda el mismo día!.
De acuerdo al santoral, el catorceavo día del segundo mes son recordados los mártires Valentín, Sacerdote de Roma, Valentín, Obispo de Terni y un tercero al que solo se conoce por Valentín a secas, sacrificado en alguna parte de África. La imaginería popular –más poética en todo caso- habla también de un mártir llamado Valentín que junto con otros cristianos sirvió como alimento de los leones soltados al efecto en el Coliseo romano en tiempos del emperador Nerón, y a más de datar el hecho un catorce de febrero nos provee el motivo de su utilización como favorecedor de los enamorados al precisar apasionamiento por la hija de su carcelero durante el cautiverio previo a su sacrificio.
La historia nos da también una nada desdeñable pauta sobre el origen de la celebración al relacionarlo con las llamadas “fiestas lupercales” que se llevaban a cabo en Roma precisamente en la fecha indicada y en las que –en un rito de fertilidad- hombres de la nobleza se paseaban desnudos por las calles de la ciudad, latigueando a mujeres embarazadas para facilitarles el parto y a las estériles para hacerlas concebir. Algo muy parecido a lo sucedido con el festejo guadalupano del 12 de diciembre, cuando se sustituyó el ritual azteca de la diosa Coyolxauhqui por el de Guadalupe Tonantzin (ya había práctica, pues)
La locura sin embargo comenzó en la Inglaterra del siglo XIV cuando el poeta Geoffrey Chaucer, en su poema “Parleament of foules” (en español “Parlamento de las aves”) hace alusión a que el compromiso del amado rey inglés Ricardo II con Ana de Bohemia se llevó a cabo “en el día de San Valentín / cuando cada ave vino aquí a elegir pareja”, aludiendo a la errónea creencia de que ese día todas las aves buscaban con quien aparearse, poniendo así el toque romántico en la fecha.
Cabe reconocer que fue este acontecimiento literario –quizás hablamos del primer best seller en la historia de la Literatura- el que popularizó el festejo y pasar de la declamación obligada del poema a la dama elegida a acompañarlo con ramos de flores y musicalización nocturna bajo el alféizar de la ventana de la susodicha (sí porque auque lo duden, las serenatas no nacieron en México, pues son también costumbre importada de la Europa del medievo a través de los españoles) fue todo una sola cosa; lo demás no es chisme pero…. Inglaterra pronto fue la cabeza de un imperio del que los Estados Unidos, el reino del consumismo fueron el producto principal y bueno… nosotros somos su traspatio, así que algún San Valentín solo hubo de brincar la barda (¡perdón la frontera!), junto con la parafernalia de que se acompaña: así tarjetas, flores, corazones de todos los materiales, tamaños, sabores y colores, monos de peluche y dulces al por mayor nos invadieron con fuerza.
Y para terminar, muy a propósito de parafernalia acompañante: esos pequeños “angelitos” que también solemos regalar ese día, son quizá otra sustitución conveniente de nuestra muy extendida religión católica, pues no se trata de otra cosa que de Cupido, el romano dios del amor, a quien se representaba como un niño alado armado con arco y flechas y cuyo nombre latino significa “el deseo” y quien a su vez era el equivalente del dios griego Eros. En una religión tan represora de la sexualidad y sus impulsos, esto resulta muy curioso….