La figura incólume. Es la perfección de lo que el hombre crea. Aquel Ford Galaxie que aparece en La clave Morse, de Federico Campbell, permanece allí: en la calle Pesqueira, de Navojoa, Sonora, justo en la dirección del restaurante Tips, que atiende desde mil novecientos setentaisiete.
En el restaurante se come bien; el café: al chingazo. Hay una mesera que sugiere cómo se debe ingerir, “para no ir a prisa, para degustar la sazón”, (intrínseca y maravillosa de la cocina del mayo).
Recorrer la ciudad enclavada en el sur del estado, es volver a la reminiscencia de las páginas de la novela de Campbell. Hay un olor a guamúchiles sobre las aceras, una charanga que carga sandías y dentro de la cabina sus tripulantes son la sonrisa debajo de un día con nubes. Furgones del ferrocarril cargados de nostalgia y añoranza, por esa estación que dejó de serlo y los pasajeros que nunca jamás.
El tren se ha vuelto solo un trajín de maquinarias, el llevar y traer lo que las empresas dictan, por eso es postal cotidiana la locomotora que atraviesa la ciudad y detiene el tráfico, una seña obscena es reacción porque los grados centígrados azuzan la intolerancia de conductores y peatones.
Un olor también a carnes fritas, chivichangas, tacos dorados. Los transeúntes que se detienen en un ala del Seguro Social ante la cita previa o el dolor imprevisto. En el ulular de las ambulancias está la lucha cotidiana por la sobrevivencia, el pulso de una ciudad que es campo, cultivo, ganado, estanterías para la mirada hacia el horizonte. Un verde plagado de seducción, las familias que acampan los domingos debajo de los árboles, encima del río.
Caminar la tarde mientras el sol es un color naranja que empolva las avenidas y, en el ejercicio de quemar cinta, traer a la memoria la redacción aquella sobre las casas de adobe, paredes altas y anchas, un corredor dispuesto para el catre, la conversación con las tías y recibir le halo matinal con el canto de gallos y gallinas. Lo dice Campbell en La clave Morse, ese libro que marca la ruta entrañable entre Tijuana y Navojoa, el lugar de origen de los padres de Federico, respectivamente. También el tren una y otra vez.
Como una extensión de la novela de marras, en Navojoa el tiempo es un reloj de arena que escampa, y en su hábitat el tránsito de un caballo que tira de una carreta, la mujer de falda en la parrilla de la bicicleta y a cada vuelta de rueda los diálogos sobre las condiciones: “esta madre no trae maneas”, “con que lleguemos a tiempo, viejo”. Los malabares prestos para los imprevistos.
Mientras esto ocurre ahí viene de nuevo la locomotora (esta vez cargando solo dos furgones), a interrumpir con su paso y su silbido el tránsito en la ciudad. Y se siente como aquella vez en la que un grupo de escritores compartieron lecturas y la onomatopeya del sonido de un tren en el Andén, esa librería de nuevo y de libros usados, ese lugar para el café y el té. Ese encuentro en el ombligo del mayo, adonde poetas, ensayistas, prosistas y lectores terminaron por adorar la palabra en colectivo, en ese generoso espacio del cual me entero cerró sus puertas el mes pasado. La literatura no dio para su sostenimiento. Ni el buen café, ni los mejores tés.
Este encuentro de escritores puede ser, quizá, la sinergia de la existencia de Campbell y su amor por la tierra, tal vez por el deseo silente de lo que un día me comunicó con los pormenores de su novela, la recreación de los temas que no cupieron o que no incluyó porque los pudores son el filo de un machete que nos abandona jamás.
El mayo está plagado de los designios de esa novela que ha sido clave, morse también, en el discurrir de esta crónica.
Plagada está la ciudad de los que buscan la vida sobre la banqueta, como es el caso de doña Concepción que vende porciones de nopales, yoyomos, guamúchiles, en bolsitas de a veinte pesos. Ella que viene desde Buiyacusi, comisaría Rosales, allí donde el viento es dócil testigo de los pergaminos que sus ancestros le han legado. Buiyacusi es el lugar “donde suena la tierra” (en lengua mayo) la tierra que está inscrita en la mirada y en las manos de doña Concepción quien en esa tarde de jueves poco antes de que la luz del día decline, tiene ya en sus manos las monedas que ha de llevar para avanzar en los requerimientos de la cocina y otras cosas que necesita su familia.
Desde allí los guamúchiles y yoyomos, nopales tiernos que caen en la canasta, ya luego a la pila donde habrá que lavarlos y el filo de un cuchillo es el trazo perfecto y con galanura desembocar dentro del plástico que protege del polvo y da una apariencia de amor por lo que se oferta. “Para que la señora lo lleve ya limpiecito a su cocina, listo para el sartén o la olla”.
Dice Conchita que su pueblo es un ejido, que ahí el ruido de las moscas es un coro intermitente a la par del canto de pájaros y croar de ranas. Que una vez tuvo un caballo y que del burro que también tuvo nomás los recuerdos, pero que de vez en cuando le gusta ir a los pueblos vecinales porque se pone rebonita la fiesta, “nomás viera, oiga, los pascolas y esos sones de violines, rechula la noche y a veces hasta tiran cuetes”.
Así la ruta que trazan los días, la vida y sus matices, la diversidad de clases sociales, la marcada diferencia entre los unos y los otros. Porque en Navojoa es también trajín cotidiano el progreso, las camionetas lujosas de las cuales emergen corridos tumbados, el rostro y la mirada de jovencitos que replican canciones como un himno al desamor por la vida.
En contraste, en la plaza 5 de mayo hay un lugar para ensoñar la tarde, tomar de la mano a las criaturas, mercar chucherías y contemplar las torres de la iglesia, más acá, la réplica de un ángel que vuela y las alas casi a ras de tierra que permanecen a distancia como una representación del espíritu que se eleva. Los transeúntes escuchan los sonidos que se diversifican, el clan clan de las campanas son la reiteración de una tradición que no termina de irse, de quién sabe si algún día, o jamás.
Recordar la fiesta aquella, en el pueblo aquel, el río abajo, de cuando la tambora, el último acorde, el acordeón y el bajo sexto, el día de la cruz y la peregrinación de la etnia, el recorrido por la plaza en Pueblo viejo donde se toma el mejor café y se come el mejor chorizo con huevo.
Recordar. La última vez que miré a Federico Campbell fue en la Feria del Libro de Guadalajara, él presentó Di su nombre, de Francisco Goldman, yo impartí un taller de crónica auspiciado por la Universidad de Guadalajara. En el café, junto al poeta Ricardo Solís, navojoense radicado en Guadalajara, conversamos sobre la importancia de los libros. Le recordé una y otra vez a Federico la destreza que hay en su novela (autobiográfica) donde habla de Navojoa, la descripción de esa ciudad de antaño y la gran dosis de melancolía inscrita en las páginas a partir del personaje principal, su padre, convertido en escribano en la última etapa de su vida.
“Ya no diré que no a las invitaciones, los escritores y las instituciones dejaron de invitarme ante mi negativa, disfruté mucho la presentación de Goldman”, dijo el escritor tijuanense, con un ceño de nostalgia y euforia. Ricardo aplaudió nuestro encuentro, propuso más conversaciones como la de esa mañana.
Antes de despedirnos, en lo que Solís iba y venía porque en ese tiempo reporteaba para un medio de Jalisco, le insistí a Federico sobre su obra La clave… aceptó y remarcó que el universo de un libro nunca tendrá aceptación por su extensión (el libro de marras no rebasa las cien páginas y está editado, bajo el sello de Alfaguara en 2001, con un tipo de letra más que grande), y que en éste está contenida esa parte de su infancia, la que era necesaria recordar y mostrarla, también la gallardía con que su padre enfrentó la vida, esa vida de poeta frustrado que solo alcanzó a escribir intentos de obra en papeles que dejó por ahí.
Hoy que he vuelto a Navojoa, y tengo la posibilidad del reencuentro con las calles, el campo, el polvo que nos baña, me entero que todo está plagado del pensamiento y las palabras de Federico Campbell; la añoranza me taladra las sienes, porque admirador de su obra, conocedor de su capacidad para el periodismo de investigación, su portentoso conocimiento de redacción y gramática, me pregunto insistente: ¿qué estuviera contando Federico ahora, en estos tiempos en los que el corrido tumbado nos lacera la cabeza como si nos golpearan con un machete?
En mi andar por la ciudad marqué la ruta, del sur al norte, las avenidas anchas y la humedad latente me condujeron hacia las vías, en un disparo fotográfico armé los recovecos para esas postales que quizá se dibujan como la continuidad de La clave Morse. A lo lejos dos señoras acarreaban bolsas con mandado, la referencia inevitable del padre de Campbell se me apareció como un fantasma, clarito lo vi de nuevo treparse a ese taxi Galaxie blanco, con su paso tambaleante bajar del automóvil y atravesar la acera para llegar a su casa repitiendo la frase llena de amor: “para que no les falte nada”.
Federico se fue una tarde en la que el viento ya no tuvo acceso a sus pulmones. Ahora todo lo de sus letras me parece que es referencia de Navojoa, aunque Tijuana sea su patria más cercana y reconocida.
Ya en el cansancio por la caminata, en los múltiples disparos desde una Nikon de modelo atrasado, en el intento de movimiento de las ramas de los árboles, carburo y concluyo: cuánta falta nos haces, Federico.