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Sábado 23 de Nov de 2024
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Becker

L. Carlos Sánchez
Martes 3 de Septiembre de 2024
 

Ahora escribiré sobre Becker, el García. Diré lo que pueda. Diré, porque siento que su mirada melancólica, esa que traigo prendida en las manos, en el pensamiento, debe compartirse. De cuando hablamos por vez última (aunque lo seguimos haciendo) en el puro corazón de su casa: la cocina. De cuando antes de esa mañana, por la noche, se tomó todas y se fumó todos. De cuando un pollo rostizado nos acompañó entre los dedos, los dientes, y proyectamos lo sucesivo: un libro de su autoría, la publicación por mi cuenta. “Ya nomás que me operen de la vista”, me dijo mientras el trago caía perfecto sobre su garganta. Helado.

Muy temprano el primer susto. Becker no arrastraba sus pasos, cero sonidos, el silencio como amenaza o avisorameinto. Becker, le grité, entonces respondió: “ahí voy”. Ya le llego, le dije. No te vas adesayunar, preguntó, ya casi blandiendo los sartenes para echar el chorizo y los huevos. No, carnalito, debo ir a entregar unos documentos, allá mismo me echo un taco. Ándale, pues, me dijo. Nos abrazamos. Luego de un silencio le advertí: tómatelas todas, fúmatelos todos. “A huevo, ya me voy a morir”. La sonrisa más tierna fue el sepulcro de ese encuentro, la última conversación. Una sonrisa que me supo a aprobación y felicidad, la sonrisa que implica gratitud por la comprensión cuando se tiene la sentencia del paso final.

Hablamos, la noche del pollo, de hijos, de libros, de política, de los presuntos móviles de asesinatos, de viajes impostergables e inalcansables. Hablamos de la posibilidad de seguirnos encontrando, de que su casa (que pronto dejaría de serlo) seguiría siendo mi casa el día que yo necesitara dónde pasar la noche. Becker necesitaba mudarse a un espacio más pequeño, “esto es demasiado para mí”.

Hablamos sobre la poesía y el ser que es Ricardo Solís, su carnalito de siempre. Ponderaba el talento y la fraternidad que el poeta compartía en sus libros, en su existencia. Ya antes nos había dado prueba de su querencia, la vez aquella que de noche nos abrió las puertas y nos sirvió paella, unos postres que nunca jamás, ni antes ni después, la libertad de sus palabras y los mundos recorridos. Pinchi Becker, cuánta vagancia, cuánta sabiduría del cómo y para qué es la vida.

Vuelvo a la última sonrisa (aunque después hubo palabras y mensajes de voz, y me compartió dos cuentos del libro que andábamos armando para su publicación) analogía de las alas de una paloma en su último vuelo, la premonición, el presentimiento, la gallardía para subrayar feliz la cecanía de la muerte. Qué cinismo o cuánto valor. Me estremeció su capacidad de frialdad, el asumir que la vida tenía ya previsto su último vuelco, las últimas cervezas, las mejores conversaciones cuando ya no hay nada que perder. Ni qué pretender, ni qué alcanzar.

Me lo dijo Laura y no quise creerlo. Que el corazón se detuvo. Y entendí que ya no más Becker en los medios, en la locura de sus proyectos, en la maravilla de su cocina, en la esplendida capacida de ser para darse.

Tuve miedo más que tristeza. Porque los amigos nos estamos yendo, porque nuestra generación va que vuela paso a pasito a ese último pedazo de tierra y para siempre. El miedo a dejar lo que se ama, y quizá reencontrarse con lo que se sigue amando.

Pinchi Becker, qué disparo tan certero tu última sonrisa.

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