El acercamiento a la imagen televisiva de Claudia Sheinbaum la hacía ver más grande de lo que es fuera de escena, el blanco de su vestido discretamente floreado proyectaba un rostro más largo y menos rígido de lo que nos dejó acostumbrados en la campaña por los votos, su voz frecuentemente monocorde, plana, sin mayores giros, la mañana del primero de octubre parecía haber quedado atrás y se veía otra Claudia más ligera y enfática, buscando cumplir bien con el ABC del ritual en el recinto legislativo que lucía sobrio, republicano, extrañamente silencioso ante el acto de habilitación como presidenta.
Sheinbaum, una mujer poco dada la gesticulación hacia esfuerzos de relojería para estar a tono con el momento grandilocuente e histórico ante una audiencia mayoritariamente morenista que a cada paso le rendía admiración y aplausos y una oposición respetuosa, apagada, pese a que nunca apareció en un discurso destinado mayoritariamente al elogio del líder y su gobierno.
Desapareció extrañamente la palabra pluralidad del discurso de habilitación, esa que se expresó en las urnas en una proporción de 54/46 y que, curiosamente, no se refleja en la integración del Congreso de la Unión, tampoco en los ocho estados gobernados por la oposición y en los cientos de alcaldías donde destacan las de la Ciudad de México, Nuevo León, Jalisco, Guanajuato, Querétaro y que en un discurso democrático es indispensable para reafirmar la unidad en la diferencia.
En cambio, estaba la noción acrisolada de pueblo, confluencia de todas las voces del país cómo si esa unidad no estuviera a diagnósticos y soluciones a los grandes problemas nacionales. O sea, la presidenta Claudia Sheinbaum invisibilizó la pluralidad cuando una parte de ella estaba en el recinto escuchándola, viendo su celebrado estreno y eso es un mensaje peligroso pensando en un país que reclama la aportación de todos los mexicanos.
Entonces, su discurso podría marcar una línea de lo que será su relación con las oposiciones sean políticas o sociales, salvo que haya detrás una operación de los líderes legislativos morenistas, que lograron poner a buen resguardo el acto republicano y la irrelevancia opositora llamó a la cordura en lugar de “noroñizarse” como afirmó en entrevista el hoy diputado Germán Martínez.
En el ritual presidencial se trata siempre de reforzar una idea de poder, autoridad y en última instancia, de legitimidad de esta nueva mayoría. Vamos, no sólo para cohesionar a los suyos que se dieron cita en los accesos de la sede de San Lázaro y luego en la plancha del Zócalo de la capital, sino al México de la pluralidad, que explica lo que existe en estados y municipios que son la negación de un país de un solo proyecto por más que este cargado de simbolismo.
Estuvo, está, en las calles reclamando la independencia del Poder Judicial, exigiendo mejor seguridad pública y la vuelta con vida de los 43 desaparecidos en Ayotzinapa, en el dolor por los cientos de miles de muertos y desaparecidos desde Chiapas hasta Baja California o los afectados por las guerras regionales que acontecen hoy en Sinaloa, pero, mañana, podrían estar en cualquier otro estado que en el fondo es el reclamo de justicia sustantiva que estaba en 1968 y al que en un acto solemne se dieron las disculpas a las familias en un acto protocolario de Estado donde extrañamente quedo a salvo el brazo ejecutor.
Quizá, por eso, las ausencias discursivas cobran especial relevancia frente a los énfasis, las ideas fuerza, el sostenido reconocimiento al personaje que deja el cargo y su legado, que muchos interpretan como que se queda o quieren que se quede en el inconsciente colectivo, cómo antes sucedió con el Lázaro Cárdenas, hoy inmortalizada en escuelas, monumentos, calles…
La regla no escrita era contundente y consistía en que el presidente que terminaba salía discretamente del recinto legislativo para que el nuevo pudiera ejercer plenamente los símbolos del poder y en este caso, todo indica el guion de la continuidad de un proyecto cargado todavía del personaje que se ha ido a Palenque.
Quizá es cuando el principal valor simbólico de Claudia, el ser la primera presidenta de México, que, tantas mujeres y hombres progresistas gozan, se opaca y desde la oposición toda se le exige que haga valer para empoderar realmente a las mujeres que ayer, hoy y mañana lucharan por un país democrático y que representan el 53 por ciento de la población del país se estarían dado los pasos hacia un mejor país porque simplemente las mujeres son otra actitud por todo lo que envuelve en un país como el nuestro.
Y la verdad, dio gusto, ver esa imagen larga saliendo del atril legislativo para el mundo y leer que los titulares de los principales diarios del mundo lo celebren, ahora, la presidenta Sheinbaum está obligada hacerlo valer para todos.