La niña nació en los Estados Unidos con el nombre Yolanda Yvonne Montes Farrington, y antes de cumplir 20 años alcanzó el triunfo total como bailarina en nuestro país con el nombre brevísimo de Tongolele.
Era un placer admirar su cuerpo armonioso y fino y sus ojos verdes de luz salvaje (eso nos parecía en nuestra lejana juventud) en las fotos de las revistas, pero más lo era verla en movimientos sensuales en las películas. Nunca me imaginé que llegaría a conocerla de cerca. Ocurrió un día de 1989.
Yo era director general de la revista Impacto, de la capital, y el gerente Efrén Huerta tuvo la feliz idea de organizar una fiesta –comida y bailongo—para celebrar el aniversario de nuestra publicación; corrimos invitación especial a varias estrellas del espectáculo que habían aparecido en la portada de Impacto, entre ellas, Tongolele. Ella tendría entonces unos 57 años, pero como si sólo anduviera en los 30. Lucía muy bella.
Llegó acompañada por su esposo y yo, haciendo valer mis prerrogativas de director, los invité a compartir mesa. Tongolele era simpática natural, sin fingimiento y su marido se mantenía en discreto segundo plano. Correspondieron con invitación a verla actuar, todavía como bailarina joven con cadera en veloz movimiento, al interpretar danza tahitiana en un cabaret cuya ubicación he olvidado, no así los ojos hechiceros de la bella Yolanda. Adiós, Tongolele, gracias por haber vivido en mi época.
(Ese mismo año, en septiembre, en el número correspondiente a las Fiestas Patrias, publicamos en la portada a la deslumbrante Rosy Escudero, con gran sombrero negro ribeteado de oro y cananas revolucionarias cruzadas en el pecho. Pero ésa es otra historia).
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