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Día de Muertos en el viejo Cajeme

Rogelio Arenas
Lunes 28 de Octubre de 2013
 

Allá por 1946, empecé a descubrir, según yo, que tenía vocación por el arte pictórico, pues había hechos mis pininos con la brocha gorda con un viejo pintor cajemense, el “maestro” Federico rojas, quien me había dado trabajo en una de las casas que tenía don Jacinto Lerma por la calle Zacatecas.

Mi debut como pintor de brocha gorda consistía en encalar los techos de aquella casa, armado de una enorme brocha de ixtle de seis pulgadas, me hizo empezar a conocer los disque secretos de la preparación de colores, paredes resanadas, etc., amén de que me proporcionara un sueldo de cinco pesos diarios, que para un aprendiz como yo era bastante.

En dos semanas ya empezaba yo a lo que llamábamos “recortar”, o sea tirar una línea recta en la separación de los colores de las paredes con el techo (casi todos de carrizo y vigas de madera).

Eso era a finales del mencionado año, y debo decir que como buen hijo de pueblo combinaba la escuela con el trabajo, así que en los meses de vacaciones continué puliéndome como “brochero” y conociendo a los “maestros” de la época: Jesús Sánchez Caballero, Montaño, Jordán y pare usted de contar, porque sería una larga lista de “maestros y brocheros” que no terminaría.

Así empapado del oficio “brocha gorda” para el siguiente año, 1947, algunos conocidos me habían platicado que en el panteón se ganaba buena lana pintando cruces y mesas (tumbas), pero que los rotulistas ganaban más haciendo letras.

En esos ayeres, Cajeme era un pueblo pequeño, con todo el sabor y la tradición de apenas quienes lo conocimos y lo vimos crecer, sabemos apreciar su forma de vida y costumbres que, desafortunadamente, van quedando en el olvido.

No faltaba la tradición del culto a los muertos; creo que más de la mitad de los velorios se hacían en la casa del o la fallecida, con todo el ceremonial usado entonces, desde los rezos por el descanso eterno del alma de los difuntos hasta la comida: pozole, menudo, etc., acompañada del café y los respectivos tragos para pasar la noche final de aquella persona sobre la faz de la tierra.

El ceremonial concluía con la cena ofrecida por los familiares en el último rosario del imprescindible novenario. Todavía no se acostumbraban los triduos de misas, más “socialités” y con menos problemas.

Cuando escribo sobre las costumbres del viejo Cajeme, creo que hasta en el panteón había más amistad y menos ostentación que ahora; el panteón viejo, como se le dice hoy al de Guadalupe, tenía también como el del Carmen (el nuevo) sus clases: primera, segunda y tercera, pero no había el lucimiento que hay ahora en cuanto a levantar mausoleos, dos que tres capillitas entrando por la puerta al poniente, donde estaba la primera clase y que empezaba con la capilla de la familia Canale, sin lujos arquitectónicos o copias burdas como hay algunas de la catedral de Guadalajara, enormes y pesados crucifijos o imágenes en relieve de la guadalupana sobre dos o tres  pisos de granito, monumentos enormes y principalmente carísimos que jamás, en vida, alguien (claro que gente de igualado pueblo) pensó, y que la familia con enormes sacrificios adquiriría para lucirse no sé con quién.

Volviendo al relato, decía que no había tantos lujos; eso sí, la tradición de siempre: la velación de toda la noche del día primero de noviembre hasta la media noche del día dos, con sus respectivos rosarios; circulaban las “mulitas” y tequileñas de mezcal y las vendimias de caña, elotes, tamales, melcochas y las infaltables chupaletas heladas y los pirulines; semitas de trigo y empanadas ya fueran de panocha o de calabaza.

Decía que me habían platicado que se ganaba bien en el panteón, acercándose el Día de Muertos pintando cruces y me tocó comprobarlo; incluso puedo decir que ahí me titulé en el panteón viejo, como rotulista, no con grandes honores ni mención honorífica, pero ahí gané mis primeros pesos en la rotulación, aunque no creo que mis dos primeros clientes hayan quedado muy contentos con mis servicios, pero como se reportaron a pagarme ya oscureciendo del dos de noviembre de ese año del ’47, ni cuenta se dieron.

Mis primeros rótulos no fueron un dechado de perfección, pues la primera cruz que rotulé debió decir “Sr. Francisco Valenzuela” y yo puse “Francicisco Valenzuela” y a otra le puse “Mariachi Vda. de Guerra”, cuando debió decir “María H. Vda. de Guerra”.

Lo que sé, tenga usted por seguro, lector amigo, es que no rotulé aquella panadería de la calle Morelos, que decía “panadería de pan”, por esa calle citada, y a la vuelta, creo que era la Tébari, con la que hacía esquina la casa, decía “talión Rodríguez”, por ahí le echaban la bolita al “Charro”, al “Negro” Silvestre, incluso al “Canguro” Varela y al “Maro” Marcelino Rodríguez.

A manera de colofón, este soneto del poeta del pueblo, Antonio Plaza:


Dos entierros

Asomado al balcón, vi que pasaba
un gran entierro; su cortejo ingente
con pompa funeral, muy lentamente
invadiendo tres calles desfilaba.

Y más tarde pasó..¿pasó?...¡volaba!
otro “entierrillo” rápido, impaciente;
iba el muerto en arcaz, hasta indecente
y nadie el muerto aquel, acompañaba.

Comparando pensé: yo no me explico
lo que hay tras de la muerte, mas diría:
el pobre que la teme es un borrico:

que si la muerte da con saña impía
fin a la vida cómoda del rico,
también da fin del pobre a la agonía.

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