Hace algunos años, al final de la calle Cuchus había una posta o paradero de quienes ahí desuncían a sus bestias cargadas de leña y carbón. A los conductores les servía de descanso cuando llegaban de los montes aledaños, para surtirnos de aquella materia prima indispensables.
Diseminados alrededor del lugar había algunos chinames, incluso uno de material en el que, a la par que vendía cenas, por abajo de cuerda comerciaba con cerveza y mezcal de contrabando.
En uno de aquellos chinames, junto a un añoso y chucatoso mezquite vivía doña Mariquita, principal protagonista de este relato. Era madre de dos mocetones muy busca la vida, y en aquellos ayeres debió tener entre 75 y 80 años. Como buena representante del pueblo y escasa de afeites, cremas, lociones, etc., estaba arrugadita, tanto así, que en algunas ocasiones algún bocón de los que abunda(mos) en los viejos barrios del pueblo, decían que le habían salido arrugas en la arrugas.
Un buen día, como suele suceder, sin muchos aspaviento, Mariquita se nos fue al cielo. Algunos decían que la muerte repentina, otros que de “latido”, en fin, que de todas maneras se murió, pardeando la tarde de un noviembre muy frío, pero a la vez muy propio para los tragos que los vecinos se echarían a la salud.
Antes de oscurecer, ya el vecindario había cooperado con lo que podía y claro, algunos ya tenían listo su mezcalito para pasar aquella larga noche, la última de Mariquita aquí en este piojo mundo. Ya para las 9 de la noche estaban lamentando su partida los hijos y sus amigos del barrio, Juan “El Caballo” y “Julión”, tipo este alto y flaco de cerca de 1.90 de estatura; el “Güilo” López, “El Chapito Mamón” y otros más. Ya empezaba aquel rosario de ánimas con el que siempre cooperaba Doña Trini la rezadora, muy versada en estos menesteres.
La palomilla ya entrada con los tragos de mezcal se había guarnecido bajo el mezquite e irreverentemente entonaba aquella canción yaqui “árboles de la barranca” y en la que versos de la canción se confundían con los rezos de Doña Trini, así se escuchaba aquella mezcolanza:
“Por los gritos y cadenas y prisiones infinitas alivia señor las penas a las ánimas benditas”
“Árboles de la barranca porqué no han enverdecidooo…porque no los han regado con agua del río floridooo…
“Por las ánimas benditas todos vamos a rogar que Dios las saque de penas y las lleve a descanzar…Amén”.
El cadáver de Mariquita reposaba ya que su caja de madera de pino, confeccionada con mucho cariño por su compadre “Manuel Catres”, así le decían al carpintero del barrio, quien aparte de haber cooperado con la caja, había proporcionado 2 burros de madera para que posaran con el cuerpo de Mariquita, pero no faltó algún oficioso que dijera, que ya se usaba montar guardia junto al cadáver, costumbre usual entre la sociedad, pero no en las barriadas.
En una de las mentadas guardias, compuesta por el “Chapito Mamón”, “El Muñeco”, “Julión” y otro vecino de la “difunta”, estando éstos en esos menesteres, se escuchó un grito de lado de la fonda: “Julio, le están pegando a tu compadre Muno”; al oír esto el Julión, rápidamente quiso acudir en auxilio del compadre, pero se olvidó que estaba junto al cadáver, y cuando reaccionó alzó la pierna para brincar la caja, pero le falló por escasos centímetros y se la entrellevó.
Al volcarse la caja con la difunta adentro, ésta fue a caer como a metro y medio de distancia en donde en improvisada hornilla se estaba cocinando una tina de menudo, muy grasoso por cierto; en esta el cadáver se deslizó, de inmediato algunas manos piadosas sacaron rápido el cuerpo de Mariquita y lo acostaron en dos sillas anchas de madera mientras limpiaban la caja.
El frío de la noche hizo que se cuajara la grasa que tenía Mariquita en la cara, por lo que casi ni se le notaban las arrugas.
Esa fue la defensa que se hizo el irreverente Julión, que ya había regresado muy campante a terminar de hacer la guardia, pues a quienes le reclamaban su falta de respeto, les contestaba diciendo que si no hubiera sido por él, Mariquita no hubiera rejuvenecido tanto, aunque fuera ya para irse a su última morada.
Total, que si Mariquita quedó maquillada como si hubiera sido preparada en la mejor funeraria.
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Tomado del libro de Rogelio Arenas: Cajeme de mis recuerdos