Esta historia podría iniciar en el momento cuando un hombre de edad madura, vestido con un leve toque de elegancia como corresponde a un profesionista exitoso, se detuvo ante la puerta de un departamento de la colonia Narvarte, en el Cd. de México. Tocó y tras la puerta asomó una anciana que sin quitar la cadenita de seguridad le preguntó qué quería.
-¿No se acuerda de mí, doña Trini?
La mujer se acomodó los lentes y fijó la vista sobre el rostro que poco a poco fue registrando:
-¡Pero si eres tú, Beto, pásale! -y quitó la cadenita de la desconfianza para abrazar al hombre después de muchos años, quién sabe cuántos, de no verlo.
Él la abrazó con algo más que amistad, con una mezcla de cariño hacia ella y de amor por la vida vivida y disfrutada a plenitud cuando tres décadas antes fue uno de los estudiantes norteños que habían vivido en ese departamento.
Después de las frases para actualizar su entendimiento mutuo, él pidió permiso para pasar al patio, una azotehuela gris donde colgaba la jaula de un pájaro adormecido.
Sin que él expusiera un motivo, ella adivinó qué buscaba en ese rincón del edificio:
-¿Buscas la marca del Morro, verdad? Allí está.
Con mirada triste el hombre fijó su atención en la pequeña mancha blanca impresa en el concreto del piso, un tachón blancuzco que sobrevivía como testimonio de la borrachera juvenil de un sábado de 1977, cuando el Morro, ya crudo, vomitó su ácido gástrico sobre el concreto casi nuevo y dejó, sin saberlo entonces, la mancha indeleble que durante muchos años y hasta hoy siguen festejando los participantes de aquella borrachera como si fuera una de sus mayores hazañas juveniles.
-Sí, después de tantas lluvias y trapeadas no se borra la marca del Morro -comentó la doña entre sonrisas pero el visitante no la escuchaba, permanecía adentrado en los recuerdos de esos años y de cada uno de sus compañeros de departamento, de los sacrificios que hacían para estudiar lejos de su tierra, más sacrificios de los padres que de ellos mismos, quienes gozaban la libertad y sus frutos, como llegar y salir a la hora que les diera la gana, o quedarse a dormir donde les diera sueño y comer donde sintieran hambre, sin las admoniciones obligadas de los padres.
Ya sentados en la pequeña sala del departamento intercambiaron preguntas y respuestas sobre referentes comunes, la sobrina que vivía con usted y nos cobraba la renta... sí, estaba enamorada del Yaqui pero él sólo la quería tú ya sabes para qué y mi sobrina era muy decente, después se fue con un taxista... la verdad, doña Trini, ya le perdí la pista al Yaqui y a Rodríguez, a la mayoría de los que nos visitaban no los he visto desde entonces, pero cuando sepan que aún está allí la marca del Zorro se van a alegrar.
Al agotarse la nostalgia compartida, él se levantó, la abrazó para despedirse y se dieron un beso en la mejilla, tal vez el último. Prometió sabiendo que no iba a cumplir llevar los saludos de la doña a los amigos de aquella época cuando ella pasó de ser una severa rentista a una amistosa casera. Y se fue por una de las calles de la Narvarte con rumbo hacia el oriente, al hospital donde acudía al congreso médico que lo trajo a la cpaital. No abordó taxi, prefirió caminar y recordar los días en los que esas calles eran frecuentadas por estudiantes de Sonora, Sinaloa y otras regiones del norte, jóvenes que de una u otra manera se conocían y compartían su orgullo regionalista.
El relato comienza aquí pero la cronología nos lleva aún más atrás, cuando este hombre y muchos jóvenes de su generación, muchachos y muchachas de la prepa, decidieron estudiar una carrera en la Cd. de México.
Ese sería el inicio exacto de esta historia, el día en el que alistaron sus maletas para desprenderse de la casa familiar y viajar a la Cd. de México donde los esperaba la vida universitaria con sus vaivenes y contradicciones que anunciaban la próxima llegada a la adultez.
Pero este será el tema de la próxima narración.
(Y se aceptan fotos de estudiantes de la época para acompañar esta serie de textos).
sergio_anaya@hotmail.com