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Los años universitarios en el D.F. (2)

Sergio Anaya
Domingo 19 de Marzo de 2017
 

Un Ave María Purísima escapó de la boca de su madre cuando Alberto le dijo que había decidido estudiar Medicina en la Cd. de Mexico. En la memoria de la mujer aparecieron de súbito las imágenes de crímenes, robos, traiciones y otras desgracias que vio en lúgubres calles y vecindades de pelicula. Le preocupaba en serio lo escuchado en testimonios cotidianos sobre cierta malevolencia impregnada en la atmósfera de la gran ciudad y que acecharía a su hijo cuando él se instalara allá.

En el fondo de su amor maternal el temor más inquietante le venía de raíz, desde las advertencias de tías y amigas afligidas cuando uno de los hijos anunciaba su boda con una capitalina conocida en los años de estudios. Qué garantizaba a sus angelitos la fidelidad de una mujer hallada en el anonimato de la multitud, una chilanga, una guachita, una rumbera potencial. Ninón Sevilla como nuera. Por eso muchachos y muchachas eran aleccionados antes de irse a estudiar a la gran ciudad. Sobre todo ellas, tan ingenuas y seriecitas, debían irse con los ojos bien abiertos para no caer en las redes de un pretendiente capitalino hablador y falso, te enredan con sus mentiras, son feos como sus intenciones, presumen de todo y no tienen nada, no hables con desconocidos, hija de mi corazón.

El padre no compartía las obsesiones provincianas de la madre; él cavilaba sus propias preocupaciones. Cómo iba a mantener a un estudiante de Medicina lejos de casa, eso parecía un lujo reservado para ricos, no para él, hombre de trabajo y de vivir al día, con una familia numerosa e ingresos limitados. La situación se veía venir difícil, imposible detener al hijo, era necesario un esfuerzo extra suyo y de los hijos mayores, cada uno con su trabajo, entre todos juntarían cada mes para sostener al estudiante. Así resolvió el padre su preocupación para dar paso enseguida al sueño anhelado: Un doctor en la familia, un profesionista respetado al que reconocerían como su hijo y quien lo atendería cuando aparecieran los achaques de la vejez. 

Ajeno a la inquietud de sus padres Alberto solo esperaba el día de marcharse. Desde el último semestre de la preparatoria él y la mayoría de sus compañeros ya habían decidido la vida futura apuntalada en una carrera profesional, unos buscaban asegurar posición económica, otros heredar la profesión del padre o ayudarlo en el negocio, y la mayoría, como Alberto, movidos por la vocación, el deseo genuino de ser contadores o ingenieros, abogados o veterinarios. Quién sabe por qué en esa época la mayoría deseaban ser médicos; Alberto lo confesó así a uno de sus amigos más cercanos: Quiero curar enfermos, salvar vidas, ayudar a la gente, ser importante y verme rodeado de enfermeras enamoradas de mí. Salvo esta fantasía levemente erótica, el amigo no compartía tal idea respecto a la Medicina, a él le interesaba una carrera casi desconocida, la Licenciatura en Periodismo, una elección casi absurda para la mayoría de los compañeros pues consideraban innecesario estudiar en la universidad un oficio poco prestigiado y de penurias económicas. "Mejor estudia para peluquero o abre una taquería", le recomendaban medio en broma y medio en serio. Por fortuna esto no era cuestión de ser o no ser sino simplemente de dejarse llevar por la vocación hasta donde la voluntad lo decidiera.

Después de las graduaciones y del saberse libres de elegir, llega el rito de iniciación en la vida adulta fuera de la familia y para la generación de Alberto eso se daba en forma sencilla, sin rompimientos dramáticos, sólo con irse a estudiar a otra ciudad, siempre y cuando fuera una ciudad lejana porque a él no le parecía nada atractivo estudiar en Hermosillo como le rogaba la madre tratando de retenerlo cerca de ella y lejos de la peligrosa Ciudad de México. Estudiar en Hermosillo, pensaba él, es como quedarme aquí en Obregón, el mismo clima, la misma gente y sus costumbres, esperar los viernes para buscar un raite en la gasolinera y pasarla aquí todo el fin de semana. No. Y la razón más importante: En Sonora no había escuelas de Medicina. Las opciones eran las universidades de Baja California, con un cupo limitado; la Autónoma de Guadalajara, muy cara; la Nicolaíta de Morelia, buena opción, y la mejor de todas: la UNAM, algo más que un centro de estudios, un estilo de vida, otra cultura, el nido de los grandes médicos del país, el pretexto ideal para vivir en una ciudad excitante, misteriosa.

Rápido pasaron los días de trámites escolares en la SEP y despedidas familiares, adiós a los tíos y a los primos, a los amigos del barrio que nunca volverían a ser tan entrañables, tan necesarios como habían sido hasta entonces. Y lo más difícil, una prueba de carácter: el adió a la novia a quien se dejaba en libertad de ser pretendida por otros; ninguna promesa de fidelidad te asegura que un día no aparecerá alguien menos feo y desbalagado que tú, un tipo más formal dispuesto a relevarte en la tarea de enamorarla día tras día. Además, amor de lejos... no sería el suyo.

Así llegó el día de la partida, por fin, a la Cd. de México. Durante la mañana la resignada madre se dedicó a cocer las tortillas de harina para el viaje, preparadas con más manteca de lo habitual y enrolladas en tacos de machaca y frijol frito. Luego la última  planchada a la ropa del hijo, el cierre de la maleta, las cajas de cartón con almohada y cobijas, la bolsa con el lonche, enseres personales, y el padre esperando para llevarlo a la Central Camionera. Cuando Alberto sale de su casa ve una imagen perdurable: Su madre lagrimea recargada en el cerco de la casa y le da la bendición obligada, mientras el padre lo apura, no te vaya a dejar el camión. Para los viejos será la primera de muchas noches de despertar en medio de la oscuridad preguntando cómo estará el hijo a esa hora.

En el andén del Tres Estrellas de Oro ya lo esperan otros compañeros de viaje y es momento de abordar. El último adiós, el definitivo y el inicio de una vida nueva. Alberto ve preocupado al padre y comprende el motivo. No te apures, le dice, los fines de semana y cada vez que tenga oportunidad voy a trabajar, no me faltará nada.

- Haz lo que quieras, nomás no te dediques al doblaje de artistas -dice el padre con un guiño pícaro y el hijo le regresa una sonrisa cómplice. Alberto sube al Tres Estrellas, se acomoda en un asiento y a través de la ventanilla ve la amada figura de su padre parado en el andén.

 

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