Los años universitarios en el D. F. (5)
Una vez aprobado el examen de admisión en la UNAM o el Poli, y después de la solidaria despedida al compañero rechazado, llegaba el momento de buscar un departamento en renta y abandonar aquél donde habían sido bien recibidos, sí, pero en calidad de mientras pues inlcuso entre paisanos el muerto y el arrimado a los tres días apestan. Los recién llegados tenían más de dos semanas cohabitando en departamente ajeno, era impostergable ya rentar uno propio, objetivo anhelados en su nueva vida de adultos independientes.
A unos le resultaba tan sencillo como quedarse a vivir en el departamento de sus hermanos y primos inscritos en la universidad años atrás. Otros se acomodaban en casas de huéspedes exclusivas para estudiantes, opción de ingreso extra para los de casa, quienes además podían confiar en un muchacho dedicado al estudio, siempre y cuando no hubiera en la familia una jovencita que alborotara los instintos del huésped. Quizá por eso los anfitriones preferían rentar sus cuartos a las tímidas universitarias de provincia y a ellas sí las veían con buenos ojos para emparentarlas a través del soltero feo de la familia. Estos planes no llegaban al fin deseado pues la relación entre los de casa y el o la huésped se tensaba y solía romperse cuando por alguna circunstancia se atrasaba el pago de la renta dos o tres días, o por la indecente costumbre del estudiantillo de llevar a la novia y encerrarse con ella en la recámara mientras el señor de la casa se relamía los bigotes de pura envidia. ¡Se lo advertimos, joven! Este es un lugar decente, recoja sus cosas y váyase.
Otra alternativa era hacerse de un cuarto de servicio encaramado en una azotea, estrechas recámaras que los inquilinos de departamentos rentaban cuando no tenían sirvienta de planta, lujo elemental de la clase media capitalina. Los cuartos de servicio era una exclente opción pues además de baratos te daban la sensación de vivir en total libertad, solo, o casi solo, entras y sales a la hora que te da la gana, sin dar cuentas a nadie, sin el relajo de los departamentos de estudiantes y en compañía de vecinas que suelen ser simpáticas y solidarias pues no dudan en expropiar una comida a los patrones para llevarla al gûerito del cuarto vecino, a un lado del tinaco del edificio, está guapo y vieras cómo canta además toca la guitarra. A la distancia se puede concluir ahora: vivir en un cuarto de servicio fue la mejor opción de la vida estudiantil, dicho esto sin olvidar las noches de desvelo propiciado por la aparición de un sentimiento erótico-romántico hacia la vecina y la sospecha de un embarazo no previsto.
Hubo otras experiencias menos gratas, como la del modesto aprendiz de músico ya contada aquí, ése que vivió en un estacionamiento público del centro de la ciudad y que dormía en los automóviles de los clientes cuando éstos se ausentaban varios días. Pero ni siquiera él vivió en condiciones tan difíciles como el Goyo, paupérrimo estudiante salido de un ejido en el norte de Sinaloa, sin dinero en la bolsa pero con el enorme deseo de ser profesionista. Como pudo logró colocarse en una vecindad cercana al Politécnico, allí le dieron alojamiento en un cuartucho minúsculo que hasta entonces estaba reservado para guardar escobas y cartones de jabón. El portero de la vecindad se lo cedió a cambio de unos cuantos pesos que el estudiante pagaría de vez en cuando y aumentaría apenas tuviera trabajo, pero esto no ocurrió durante más de un año que el plebe debió soportar la sofocante estrechez del cuartucho que, inspirado en una película de moda, no dudó en bautizar como "El apando". Allí sólo cabía un catre plegable de fierro y lona, no más ancho que las camillas de la Cruz Roja, además de un cajón de madera sobre el que había una estufita plana con dos quemadores. Dentro del cajón, dos o tres platos, vasos y cubiertos, un frasco de Nescafé y varios huevos. Cocina y despensa, además mesa de estudio. Junto al catre una silla plegable, un veliz con ropa y libros. Del techo colgaba un foco y el cordón eléctrico de la radiograbadora portátil. Lo mejor era la minúscula ventana por donde entraba luz durante el día y a través de la cual veía pasar a las vecinas jóvenes. Sí, un apando. Cuando Goyo encontró trabajo, mudó hacia un departamento, no muy grande pero un veradero palacio en comparación al cuartucho de vecindad. Sin embargo no duró mucho allí ni en el D.F. pues una de las vecinas que solía contemplar desde la mazmorra era ya madre de su hijo. Dejó los estudios y decidió regresar con ella al ejido de donde había salido y donde hasta hoy transcurre su vida en el cultivo de la parcela familiar.
Alberto, estudiante de Medicina, y dos compañeros más heredaron el departamento de otros recién egresados cuyo destino profesional los llevaba fuera de la Ciudad de México. Eran tres cuando el plan era para cuatro, entre ellos los dos hermanos Macana, sólo que el menor había sido rechazado en el examen de ingreso a la UNAM. Entre abrazos cariñosos de sus amigos, más la tristeza del hermano mayor, en una tarde deprimente debió tomar el camión de regreso a casa. Después de tantas ilusiones, tantos planes por realizar, el rechazo de la Universidad era tal vez el primer golpe fuerte para algunos jovencitos. Regresar a casa derrotado, dar explicaciones a la familia y a los vecinos curiosos, un trago amargo, difícil de ingerir.
El Macana mayor en el departamento y el Macanita, en el autobús con rumbo a la estación norte de autobuses, pensaban en lo mismo y ambos tragaban saliva para no sollozar. Alberto, aún sin estrenarse como estudiante de medicina, sugería al Macana tomar una pastilla para relajarse y dormir, pero el tercero, futuro veterinario, tuvo una idea más práctica, en pocos mintuos salió y regresó al departamento con varias cervezas. Era válido el motivo para debutar en una tradición, la de los sábados cheleros. Ninguno de los tres eran grandes tomadores pero se bebieron todo el contendio de varias botellas y sin darse cuenta quedaron profundamente dormidos. El veterinario en el sillón, Alberto en una cama y el Macana en otra.
Horas después, con la cabeza a punto de estallar y el estómago revuelto, el Macana abrió los ojos, sintió frío, no estaba tapado, algo o alguien lo había despojado de la cobija. El agluien era un cuerpo enrollado junto a él y con el rostro escondido bajo la cobija, asustado levantó ésta para saber quién estaba junto a él. Era su hermano, después de varias horas de esperar un autobús decidió regresar al departamento y como tenía llaves se introdujo sin despertar a los crudos durmientes. El Macana mayor asombrado mientras el menor, tratando de dormir, alcanzaba a decir pura madre me regreso, voy a buscar trabajo, el año que entra vuelvo a hacer el examen. El mayor celebró la decisión del menor. Lo abrazó y pegó un grito de alegría tan conmovedor que despertó al veterinario, tumbado en el sillón de la sala, lo hizo levantarse presuroso, quiso correr al baño preso de la náusea pero apenas alcanzó a dar un paso hacia la sotehuela donde vertió sus jugos gástricos, de "alta alcalinidad" dirían años después con fingida solemnidad cada vez que recordaban la mancha propiciada por la acidez gástrica, indeleble con el paso del tiempo.
Aquella fue una de las primeras experiencias que a partir de entonces habrían de acumular los grupos de estudiantes sonorenses avecindados en las colonias Narvarte, Roma, Del Valle y otras circunvecinas. Durante aquellos años, a mediados de los setenta, en ese sector de la Ciudad de México no era raro encontrarse a algún paisano, de Obregón, Hermosillo, del norte o el sur de Sonora. Ibas al estanquillo de la esquina y escuchabas un acento familiar, de sonorense, una muchacha o muchacho desconocidos que al escucharte a ti te identificaban y platicaban como si tuvieran mucho tiempo de ser amigos.
Los reconocías un sábado cuando se llamaba a reunión en uno de aquellos departamentos estudiantiles, romería animada por la alegre convivencia entre paisanos, todos hablando fuerte a propósito, como si aún estuvieran allá, en sus lugares de origen, pero ahora en una gran ciudad que empezaban a hacer suya a medida que se familiarizaban con sus calles, con su atmósfera metropolitana y su gente, tan querida pese al recelo ingenuo de los primeros días.