Los años universitarios en el D. F. (7)
Desde lo más profundo del sueño emergió un impulso incontenible que sacudió el cuerpo de Jorge el futuro veterinario. Una vez más. Eran ya varios días, semanas, más exacto: varios meses para él sin "tocar baranda", como llamaban en su medio a la abstención sexual involuntaria. No he tocado baranda, decian algunos como si estuvieran muy acostumbrados a tocarla cuando en realidad eran como la mayoría de los hombres solteros de su edad, más dados a la palabrería y a las falsas presunciones que a las experiencias reales, de carne y hueso. Desbordada imaginación en cuerpos sanos pero necesitados de placeres carnales. Si acaso tenían las gratificaciones sentimentales contenidas en cartas suscritas por novias lejanas, a quienes se les respondía con votos de castidad involuntarios
Qué era más urgente, ayuntar o sólo amar, un dilema fácil de resolver si las dos opciones se complementan en vez de oponerse, pero no era tan sencillo alcanzar ese estado de gracia para una generación que tenía a la pureza virginal de las novias como el máximo trofeo ganado en el altar.
Pero cuando eres un joven estudiante sin suerte y sin dinero, además feo, como lo era el futuro médico de vacas y gallinas, lo único que cuenta es hallar pareja carnal, sea quien sea, pensaba él. Así, entre el aseo y el cambio de trusa se hizo el propósito de cortejar a la Verónica Castro, ahora sí sin cejar en el empeño. Había escuchado historias sobre las muchas formas de conquistar a una mujer y doblegar su resistencia hasta conseguir el ansiado encuentro íntimo que le permitiera no sólo saciar el instinto sino además obtener el reconocimiento de sus compañeros de departamento, como él necesitados de mujer. La candidata perfecta era Verónica Castro, cuyo nombre verdadero él desconocía pero la llamó así por tratarse de una chica de corta estatura, delgada y risueña, no muy bonita pero tampoco fea y, eso sí, unos ojos risueños que dejaban entrever la promesa de algo más que amistad. Era mesera en un fonda de la colonia Doctores, no lejos del departamento de Narvarte, y Jorge pensó que la tradición podía estar de su lado pues alguna vez escuchó que meseras y sirvientas eran las mejores amigas de los estudiantes ávidos de romances furtivos.
Una tarde, durante el trayecto por avenida Universidad, coincidió en el camión con tres paisanas conocidas y mientras platicaban las imaginó en la intimidad rendidas ante él, una escena imposible pues entre las paisanas hasta la menos agraciada se hacía mucho del rogar y caminaba por la vida con aires de castidad. No entendía él porque aquelllas chicas a quienes los paisanos no prestaban mayor importancia se cotizaban tan alto entre los chilangos y se daban el lujo de rechazar pretendientes para no mortificar a las madres que allá, en el hogar lejano, les imploraban no ceder ante la retórica de hombres desconocidos, regresar a casa ya tituladas y después, ahora sí, tener un noviazgo bien llevado y promisorio. Algunas lo cumplían, otras no.
En cambio los muchachos como él, del norte venidos con todo y botas, no figuraban en el catálogo de las chicas liberales de la capital; resultaba más práctico impresionar a una muchacha como Verónica Castro y lo comprobó cuando después de pagarle la cuenta le dijo, tragando saliva, te invito a salir, a qué horas sales, paso por ti. Ella rio y con los dedos, para que no oyera el patrón, le dibujó un seis. Por si las dudas el futuro veterinario se apostó desde las cinco y media cerca de la fonda, detrás de un árbol donde podía ver sin ser visto cómo iban retirándose los clientes hasta que se apagaron los focos y se cerró la puerta, a las seis y media de la tarde. Tragó saliva, adentro estaban sólo el patrón y la mesera, pero ella no tardó en salir y cuando él la alcanzó empezó el cortejo, las risitas, cómo te llamas, ¿estudias o trabajas?, ¿pues no ves que trabajo aquí?, ah sí, yo estudio veterinaria, lo imaginé por tus botas, el cinto, el pantalón vaquero. Y se fueron caminando por avenida Cuauhtémoc, a ella le gusta Rigo Tovar, a él Los Alegres de Terán.
Vino el romance y después de varios encuentros que turbaron más al futuro matavacas, por fin logró convencerla de que lo acompañase al depa, un ratito, luego te llevo a la parada de camiones. Ella accede y él sólo piensa "ya chingué". Eternas se le hicieron las cuadras que debieron caminar hasta el departamento mientras la llenaba de halagos melosos e insinuaciones pícaras a las que ella respondía con una risita apenas audible.
Cuando llegaron, los compañeros del departamento estaban en la sala y con la mirada les hizo una indicación, una orden imperiosa, váyanse, piérdanse un rato, así lo hicieron con distintos pretextos, salieron no sin antes repasar con la mirada a la inocente palomita caída en las redes.
Ya sólos en la intimidad de la sala, él trató de abrazarla, apenas lo logró y cuando quiso acariciar las alas y la pechuga de su palomita, ésta lo rechazó enojada, furiosa, sí, para esto me trajiste, por eso se fueron tus amigos, crees que soy tonta, ya me voy, y él, deseperado al ver cómo se le escurría entre las manos, le dijo yo te quiero, no te asustes, no pasa nada, esto es natural, ¿no lo sabías? Claro que ella lo sabía y por eso aprovechó un descuido para salir del departamento. Y ya te dije que me llamo Aurora, no Verónica, pendejo. El la siguió varias cuadras y al fin cuando llegó el camión que ella esperaba, él le preguntó humildemente ¿puedo ir por ti mañana?, a lo que ella respondió chinga tu madre.
Con la rabia del fracaso, el futuro veterinario regresó al departamento donde permaneció unos minutos refugiado en su frustración hasta que un nuevo impulso lo hizo reaccionar, entró a la recámara y revolvió las sábanas de su cama, se quitó la ropa hasta quedar en trusas. Acostado sobre sábanas desordenadas y fumando estuvo hasta que regresaron sus compañeros de departamento. Al verlo en ese estado lo vitorearon, aaahhh bato, descremó el veterinario, le dio alpiste a su pajarito, y él se regodeaba al percibir la sana envidia de sus amigos.
Epílogo innecesario: Después de perdonarlo, Verónica aceptó la propuesta de noviazgo formal, sin transgresiones a la moral por parte del veterinario, quien sin darse cuenta caminaba paso a paso hacia el altar y las obligaciones familiares