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Domingo 24 de Nov de 2024
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El Baile del Estudiante Sonorense

Sergio Anaya
Domingo 04 de Junio de 2017
 

Los años universitarios (9)

El sábado no era un día de descanso, no era el esperado fin de semana para levantarse tarde y olvidar el ajetreo, las prisas por alcanzar los atestados camiones en ruta a la C.U., Copilco y anexas. El sábado era también un día ajetreado pero a un ritmo alegre, desde la hora de levantarse y salir con tiempo suficiente para llegar puntuales al campo de beisbol de Zacatenco, donde ya esperaban otros, los estudiantes del Poli que vivían en el norte de la ciudad.

En el departamento de la colonia Narvarte el sábado empezaba con el ruido que hacían los spikes arrastrados en el suelo por un futuro veterinario que solía llevarlos puestos, igual la careta, el peto de catcher y los protectores de rodillas. Gustaba de llamar la atención en calles y autobuses donde volteaban a verlo como a bicho raro, un muchachote de ruidosos pasos, mientras  Alberto y los hermanos Macana eran más discretos, solo cachuchas y tenis. Los arreos, guantes, pelotas y bats en un costal de lona.

En el trayecto hacia el norte de la ciudad, tres hablaban en voz alta, alardeando su norteñez ante los demás pasajeros del autobús, mientras Alberto permanecía ensimismado, pensando en la noche de ese sábado, noche del tradicional baile del estudiante sonorense en el Salón Rivera. Encuentro con la tribu, los de Hermosillo, Guaymas, Nogales, los del Mayo y por supuesto los de Obregón. Buen ambiente, muchachas y muchachos compartían alegres su identidad regional como si tuvieran años de no estar en su terruño, cuando apenas en las recientes vacaciones habían estado allí. Pero ese era el encanto del Baile del Sonorense, convivir entre paisanos y reencontrarse con éste o aquélla a quien no veías desde hace varios meses, tal vez años.

En la travesía camionera hacia Zacatenco y ya en el campo, entre fildeo y turnos al bat, Alberto no dejaba de pensar en ese baile motivado por una imagen casi sagrada: La de su novia Monserrat. Era su invitada, el primer baile juntos, una ocasión especial para presentarla y presumirla, tan bella pero también tan modosita y chilanga en medio de los broncos amigos de Alberto.

La conoció en un hospital, ella en el área administrativa y él en prácticas de traumatología, estudiante de la UNAM, octavo semestre, ya casi me gradúo. La atracción fue inmediata, la limeranza inevitable y sólida la convicción de haber nacido para amar a esa mujer y a nadie más. Era fácil entender el estado emocional de Alberto. Los ojos almendrados de la muchacha, mirada de tonos variables según la luz ambiental, la sonrisa discreta, el cabello lacio a mitad del cuello y los movimientos finos, "ella no camina, ella acaricia el suelo", se repetía el atolondrado novio. Una belleza sutil donde lo esencial no era físico sino abstracto, como su voz y el estado de gracia en el que sintió Alberto la primera vez que rieron juntos. 

Después vinieron las invitaciones a comer, el cine, la disco y finalmente la inevitable presentación ante la familia, residente en la colonia Del Valle, casa de dos plantas, no departamento, clase media con las comodidades que da un buen trabajo del padre en el sector público, y una madre parlanchina, amable y orgullosa de las virtudes familiares, el refinamiento y buenos modales heredados por la presunta ascendencia española porque mis abuelos vinieron de Asturias. El tema le causaba gracia a Alberto, no solo por el afán de los clasemedieros capitalinos en presumir algo de sangre extranjera, sino además por la posible semejanza de Monse con la "Muchacha típica" de una canción española de moda, posibilidad que creció al grado de llamarla mi muchacha típica de la colonia Del Valle. 

Cómo no llevarla al Baile del Estudiante Sonorense, cómo no presumir la infinita belleza de su novia en medio de los simples mortales que bailarían esa noche al ritmo de La Yaquesita y La flor de Capomo.

Distraído con la evocación de su muchacha típica no se dio cuenta cuando el tercer stike pasó cerca de sus rodillas y el juego concluyó para él, tres ponches seguidos que no le importaban pues aprovechó el descanso para seguir pensando en la novia mientras se acercaba a él una figura conocida, la de Emilio Chong, el amigo sinaloense, de Mocorito para ser precisos, atrabancado, hablador y simpático, chorreaba groserías entre frase y frase con gracia espontánea. En su boca las palabras más obscenas dejaban de ser insultos, se volvían ligeras e inofensivas. ¿Qué pues pariente, nos invitas al baile del sonorense? Claro, allá nos vemos, dijo Alberto poco convencido. 

En el camión de regreso tres rumiaban la paliza recibida, el orgullo sonorense abatido por los de Sinaloa, pero Alberto sólo pensaban en llegar al departamento, descansar una rato y alistarse para pasar a la Del Valle y en el carro de Monse directos hasta el Salón Riviera, la Catedral del Baile.

Como lo había previsto, entró con aire triunfal del brazo de su muchacha típica, les presento a Monse, es mi novia, y la inocultable reacción de hombres que admiraban la belleza de la chica y le abrían paso a la pareja. Él saludaba a conocidos sin distraer la atención sobre ella, como si llevara una muñeca de cristal le abría paso entre la gente y así hasta llegar a la mesa donde ya lo esperaba el futuro veterinario y su novia Vero. Entre el bullicio surgieron las notas de música regionalista, las parejas ocuparon la pista para dejarse llevar por el baile, los cuerpos pegados, así no Alberto, no estoy acostumbrada a bailar así, no te enojes Monse, así se baila en Sonora, pero aquí no Alberto, qué vergüenza. Y el pobre novio debió bailar al estilo capitalino, sin rozar el cuerpo de la chica, aunque eso no lo frustraba pues era suficiente con tenerla abrazada mientras se extasiaba con la ternura de una mirada que lo observaba con cierta timidez. Él quiso olvidarse de todo, sentir que estaba vivo solo para amarla y depositar en ella toda la bondad del mundo, pero sus nobles ideales se desvanecieron de pronto cuando vio a unos metros y entre tanta parejas la figura del chino Chong zarandeando a su pareja, una chica que parcía feliz con el zangoloteo mientras el chino le ordenaba jondéate pacá, jondéate pallá, así iban y venían.

Alberto trató de retirarse para evitar al bronco, era demasiado contrapuesto a la finura y delicadeza de Monse, se detuvo y tomándole el brazo le sugirió irse a sentar. Demasiado tarde. El Chong y su pareja se plantaron frente a ellos y antes de que Alberto dijera algo el otro le soltó a quemarropa: ¿Esta verguita es tu novia? 

La vergüenza ofuscó a Alberto, hubiera querido golpear con todo al estúpido folclórico pero una reserva de sensatez le hizo recordar que esa palabra era de uso común en jóvenes del norte de Sinaloa. Sí, es mi novia Monserrat, hasta luego, nosotros nos vamos a sentar.

No halló de inmediato las palabras precisas para explicarle que el incidente no tenía importancia, no lo dijo por ofender, así hablan ellos, pero la muchacha permanecía callada, con la mirada triste de saberse ofendida sin que el novio le hubiera salvado el honor.

Fueron varios días en los que el silencio o la voz más baja de lo acostumbrado exhibían el enojo, no era necesario reclamo alguno, bastaba un llévame ya a mi casa y el hoy no puedo salir para que Alberto se sintiera hundido en la depresión. Para su suerte ella también lo amaba y poco a poco fue cediendo ante la insistencia de él, ya olvídalo por favor, hasta que una tontería cualquiera los hizo reír juntos y abrazarse de nuevo sin reservas.

Tiempo después cuando la anécdota parecía ya olvidada, ella sin venir al caso le preguntó ¿por qué habla así tu amigo? Y Alberto otra vez le explicó que eso era una costumbre en el pueblo del chino Chong.

Es un muchacho típico, dijo él y así cerró este episodio.

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