Hay en las ciudades mexicanas una rica historia de pregoneros, de hombres y mujeres que recorrían calles y mercados gritando las bondades de sus mercancías, llamando a las amas de casa para venderles la verdura del día, el pescado fresco, las gallinas para el caldo, las naranjas de la costa...
Es la misma historia de pregoneros que en nuestra Cajeme ha tenido personajes inolvidables y entre ellos a don Antonio Otero Bonilla, el señor de las charamuscas que llegó a la ciudad en 1959. Venía de Jalisco acompañando a su familia, los propietarios del Circo Hermano Otero. El era trapecista y payaso.
En la gira del 59 Ciudad Obregón era una escala más, pero aquí enfermó y murió el padre; el elenco del circo se disolvió y la familia Otero decidió quedarse en esta región que a fines de los 50 era una de las más prósperas del país.
Para ganarse la vida Antonio instaló un puesto de futbolitos en Esperanza y poco después, en 1962, decidió vender el dulce que conocía desde su infancia jalisciense: la charamusca.
Se instaló en la colonia Hidalgo, en la esquina de Jesús García y callejón Perú. Con la ayuda de su esposa madrugaba entre cuatro y cinco de la mañana para preparar el dulce de piloncillo que pasaba del fuego a una piedra donde era puesto a enfriar.
Después sobre una tabla estiraba el dulce hasta lograr el color dorado y enseguida lo cortaba en las tiritas que vendía a los niños. Las deliciosas charamuscas.
Con ellas recorría las calles de la ciudad rodeado de chamacos que pagaban los veinte centavos del día para masticar y saborear el exquisito dulce.
Era escuchar el grito "¡Laaaas charamuuuscaaaass!", y nosotros salir corriendo a la calle para alcanzar al charamusquero.
La demanda llegaba incluso de personas adultas que compraban al mayoreo para compartir las charamuscas en fiestas familiares o regalarlas a familiares que vivían en otroas ciudades.
Pero lo que era una fiesta del paladar, para algunos intrigantes sólo era un pretexto para lanzar sus chismes y murmurar que debajo de las charamuscas se escondía la droga que era el verdadero negocio de aquel hombre. Los chismes se propalaban en la pequeña ciudad de aquellos años.
Sin embargo, don Antonio siguió su negocio sin importarle los chismes malévolos como no le importaban el sol y el calor del verano; él seguía recorriendo calles con sus charamuscas deliciosas.
Así lo vimos varios años más hasta que un día, a principios de la década de los ochenta, los problemas de salud lo obligaron a retirarse. Desapareció del horizonte urbano como desapareció la niñez de sus primeros y más fieles clientes.