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Viernes 31 de Ene de 2025
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La bonanza del oro blanco

Sergio Anaya
Sábado 01 de Febrero de 2020
 

En la canícula de agosto aparecían los pizcadores en las orillas de la ciudad, desde la calle 300 hacia el valle, con el saco de hule doblado sobre el hombro. Era la "saca", su instrumento de trabajo, lo llevaban todos, hasta los niños más pequeños que venían con sus familias siguiendo la temporada algodonera desde la Laguna coahuilense hasta el desierto de Mexicali.

Eran pobres entre los pobres porque ese es el primer requisito para dedicarse a una labor como la suya, extenuante y muy mal pagada. Apens clareaba el día y ya estaban en el campo, agachados para desprender la mota de la planta bajo un sol inclemente que elevaba la temperatura a ras del suelo. Un promedio de 45 grados celsius que en menos de media hora subían la sensación térmicas a 50 o más untados sobre la espalda de hombres y mujeres, viejos y niños oriundos de regiones con clima benigno. Tal vez por eso hablaban poco, para guardar energías que iban a necesitar al día siguiente.

Los vimos arriba de las batangas donde los transportabn hacia el plantío. Luego entre el cultivo donde sobresalian sus sombreros y su figura inclinada, los vimos en las tienditas de Villa Juárez, Quetchehueca y Pueblo Yaqui, aquí y allá donde pudieran comprar sus alimentos, tortillas, queso y chile, frijoles, una lata de sardinas, plátanos y sodas grandes para recargar el cuerpo de energía.

De noche los vimos agolpados en los galerones o soñando al aire libre con su inseparable saca como almohada. Gente buena, gente humilde, dormían anestesiados por el cansancio, a veces un cigarro en la oscuridad junto a la madre que abrazaba al hijo enfermo. Pero bastaba que uno de ellos cometiera un delito menor para que a todos les cayera el estigma de la discriminación, el desprecio social en las miradas que los seguían cuando se atrevían a ingresar en la ciudad. No faltó aquí quien propusiera a nombre de la decencia y la seguridad prohibirles la entrada más acá de la calle 300, aunque no se llegó a tanto porque aquellos miserables también traían algunos pesos para gastarlos en el comercio de la calle California o en los bares del centro donde la policía olfateaba la oportunidad de un decomiso monetario.

En agosto y septiembre los cines del valle dedicaban una noche al concurso de aficionados, participaban gente de los pueblos y algunos pizcadores. La diversión eran los más desentonados cuya inspiración terminaba con el desvarío de una trompeta fulminante que provocaba la hilaridad del respetable público. Eso y las funciones de tres películas mexicanas por 1 peso eran la diversión relajante para las familias de los jornaleros.

Todos ganaban durante la temporada. Los agricultores calculaban sus ingresos en millones, los operadores de las básculas sumaban a su favor los kilos descontados en la hora del pesaje, los dueños de los abarrotes terminaban cansados de vender sodas, plátanos y leche; ganaban los transportistas y el coyotaje.

El algodón ganó su fama como "oro blanco" en los agostos y septiembres de aquellos años. Para los primeros días de octubre los pizcadores desaparecían con rumbo hacia el norte. LLevaban la saca en el hombro y como única ganancia la satisfacción de haber sobrevivido para la siguiente pizca.

 

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