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1954.La Capilla

Armando Terán Ross
Domingo 26 de Septiembre de 2021
 

La Capilla de nuestra señora de Guadalupe, con sus naves y altares perfumados a incienso y mezclas de fragancias de moda en los sesenta, nunca fue suficiente para brindar al creciente número de sus feligreses una holgada estancia durante las misas dominicales.

Para mí, con solo siete años vividos en un barrio muy cercano a este templo popular,  el apretujamiento adulto durante la  misa dominical  volvía denso y pesado el aire a la altura de las fosas nasales de un chamaco con la altura promedio típica de mi edad. Un niño como yo, catolizado en una familia pionera en la ciudad (con memorias de la Guerra de los Cristeros anidadas en lo más profundo de su alcurnia alamense) levitaba durante la santa misa en un clímax  místico con las oscilaciones del incensario en manos de un acólito ensotanado  de rojo, pero a veces era despertado de mi hipnosis espiritual  por la discreción exacta de un flato matizado con desodorante íntimo en mi nariz, cortesía de una rellena madona orando de pie hacinada frente a mí.

Este olfativo suceso de mi infancia religiosa  sólo ocurría cuando por algún tropiezo no  había sido posible colarme en la mezanine del Coro, es decir, trepar la escalera de caracol y que ante su puerta enrejada el Baro ordenara en voz baja: "Ábrele, es el hermano del Yoni"

Hacía tiempo el maestro González me había invitado a pertenecer a su coro de chamacos, en su mayoría seleccionados en la primaria del "Colegio Hermenegildo Galeana" de Aureliano Jaime, pero mi timidez crónica siempre me negó ese privilegio; de todos modos aproveché la recta para auto concederme el pase dominical a  las alturas del mezanine, elevación perfecta para librarse del atiborramiento de fieles en las naves del templo y sus madonas pedorras.

Uno de los valores agregados a todo ésto era el escuchar música sacra como si fuese un  miembro más del coro infantil, y también acceder a la torre del campanario donde se encontraba la gruesa cuerda de la que tiraba Pedrito, el esbelto sacristán de  peinado aplanado con brillantina sólida, para repicar la gran campana de bronce en las alturas del campanario que enviaba la tercera llamada por los aires hasta mi casa en el callejón de la plazuela.

Aquel ambiente  reservado estrictamente para el coro albergaba el órgano electrónico, de doble teclado y entrañas de válvulas electrónicas  con enredijos de cables de colores,desde donde  las manos del maestro José González  inundaban el ambiente con  el Vals de Musetta o el Sueño de amor de Liszt, y en voces adultas, Baby Díaz, Araujo, Urbalejo y varios tenores que por ahora duermen en mi memoria.

La Capilla de nuestra Señora de Guadalupe sigue hoy ahí con su alta torre  atisbando el barrio de la plazuela, en espera de no correr la misma suerte que la Catedral del Sagrado Corazón de Jesús, su desaparecida  compañera de la época.

 

 

 

 

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