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1957. La casa de Juan

Armando Terán Ross
Sábado 18 de Septiembre de 2021
 

Cuando el Papitas Gozález dejó los teclados del órgano de la Capilla de Guadalupe, apareció en su lugar Juan de la Torre. 

El padre Esparza lo albergó junto con su esposa Licha en una de las casas de la iglesia junto al predio del santuario guadalupano, ahí por la Coahuila.

Los domingos por la noche en el claro oriente del templo donde asentaba durante la mañana la vendimia de los señores del círculo guadalupano con su vendimia de naranjas con chile, una sábana fue pantalla para la proyección de la parte secuencia de una serie de cine de vaqueros en blanco y negro en la que cada semana prácticamente los bandidos mataban al muchacho y en el siguiente fin de semana aparecia al inicio una escena editada donde milagrosamente nuestro héroe del lejano oeste era librado de una muerte inevitable.

Por estas tierras de la imaginación infantil solía aparecer con frecuencia Juan de la Torre, o Juan el Tepa, por ser nativo de Tepatitlán Jalisco.

A un costado de este Cinito de la  el hogar de Juan y Licha, muy jóvenes y recién casados. Ambos recuerdo fumaban mucho a ojos de nosotros  adolecentes alumnos corales  del maestro De la Torre, un músico de conservatorio venido desde la ciudad Perla al semidesierto trayendo música sacra para las misas cantadas, y la idea de conformar de nuevo el coro de voces infantiles que el maestro Papitas González había dejado sin cabeza en esos días.

De cada tecla del piano de Juan, blanca o negra, caía un pequeño sonido que se iba ensanchando con rapidez hasta anidar en nuestro oidos que iban de la polifonía del coro eclesiástico a la música ranchera y el pasmoso volumen de las rockolas, es decir, de las dos rockolas en mi ciudad que en esos días hacían que otra música además de la de la radio comercial existiera para nosotros, insoportables pigmeos latosos, según decían las madonas de la casa paterna. Pero no para Juan y Licha que de buena gana nos adoptaron en su nido de recién casados como si fuésemos sus hijos diez años adelantados en una dimensión lúdica y musical, pués Juan nos  entrenaba ocho horas diarias en sus costumbres y juegos tapatíos, lo que incluía el quedarnos a comer en su casa como parte de aquel curso para infantes principiantes en solfeo y cantos gregorianos fluyendo entre humores de feligreses atiborrados en las naves de la sagrada capilla durante el viacrucis de semana mayor.

Así llegó el momento: a mi hermano el Yoni y a mí, ya no nos conocían en la casa a  donde solo íbamos a dormir durante las noches de vacaciones escolares. Esto ocurría mientras en la Ciudad de México los cafés cantantes iniciaban una proliferación fúngica y don Enrique Guzmán no sabía aún el escándalo que iba armar con su Popotitos.

 

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