La crisis de los rehenes en Irán estaba en medio y mi apellido era algo incómodo para vivir en Melbourne, Florida.
Harris Corporation ensamblaba un Sistema Computarizado para Adquisición de Datos y Telecontrol para el Centro Nacional de Control Energía Eléctrica en todo el país.
Mi familia y yo llegamos con todo y mascota desde Hermosillo. Pero somos al menos al menos catorce ingenieros y sus familias. Algunos decidieron venir solos.
La planta de la empresa americana es una red de túneles de techo bajo donde uno fuma ocho horas diarias (sin ser un adicto) a través del aire acondicionado central.
La "facility" tiene sus años y prácticamente carece de ventanas.
Solo difiere de estas catacumbas del american way of life, el inmenso galpón donde se asientan computadores de última tecnología, periféricos y terminales remotas que serán instaladas en cada una de las subestaciones y plantas generadoras de todo el país.
La parafernalia de equipos y cables de todos colores y sabores que serpentean desparramados por el piso de cemento pulido de la gran área de implementación del sistema, imbuyen en nosotros un sentimiento de seres tecnológicos.
Aquí dentro, todos los días son blancos como la fluorescencia de la iluminación, y cuando uno abandona el edificio a las cuatro, un paisaje azul húmedo de cielo que cae hacia el mar es una acuarela de la vasta selva de arena caliza tapizada de palmas chaparras.
Por lo menos un año viviremos aquí. Ya inscribí a mis dos pequeñas hijas, una en primer año y la casi bebé en kinder. Inmersas en el nuevo mundo sin haber escuchado nunca la entrecortada fonética del inglés, regresaran al país con un idioma nuevo. En él se expresarán sus primeros recuerdos.
La vida aquí es apabullante naturaleza, brazos de mar, veleros bajo puentes levadizos y una flora caribeña con un lunar espacial: Cabo Kennedy.
Con su nombre derivado del francés, Orlando, a una hora por un asfalto que entre devora la tupidez de palmares, es la piedra de toque del entretenimiento y la comida oriental.
Como de chamaco nunca visité Disneyland, ahora nos la hemos cobrado doble como turistas que se incluyen en un universo fantástico recreado en concreto, tecnología y animales que hacen shows marinos y selváticos.
La guerra de Vietnam había terminado cuatro años antes. El apocalipsis se muda ahora al desierto y su oro negro. Ocho años de sangre, Irán contra Irak.
Con los ojos enrojecidos por el cloro de tanta alberca dentro de los abundantes resorts habitacionales de aquel paraíso en la tierra, conocí los cajeros automáticos, los Table Dance de Cocoa Beach y la total ausencia de atropellamientos de personas por el tráfico vehicular. La palabra inseguridad simplemente no existía y la diversión nocturna no vistió nunca uniformes policiacos, autos patrulla o militares a cargo de la incertidumbre de la población.
Melbourne, asentada a orillas del Atlántico a tres horas al norte de Miami, era entonces para mí un lugar fuera del planeta, tan inexistente para nosotros como tal vez lo siga siendo hoy para muchos. Quizá por esto, la agencia de viajes nos reservó por teléfono un boleto de vuelo para Australia, a la ciudad capital del mismo nombre.