Con el filo de un cuchillo de mesa cortábamos canutos de algún brote silvestre que la lluvia regaba en el patio de doña Chole. Sin carrizo no había papalote.
Mi primo el Arcelo, un güerito piel pálida y cabellos alborotados, era el bueno en esto de hacer papalotes; no tenía rival entre los papaloteros del callejón y sus papalotes volaban siempre alturas de pájaro.
El papalote nacía de tres varas de carrizo, papel de china y engrudo.
La cola del papalote era otra historia.
El Arcelo comenzaba por atar con el cáñamo de una madeja que comprabamos (con monedas robadas del monedero de mi madre) en la Montecarlo o con Celia Rodríguez en su Mercería de Occidente, una hilaza tan blanca como la harina que deslizaba con rapidez entre los dedos,
Mi primo ataba primero dos varas por sus centros para formar una X, luego otra de forma horizontal hasta obtener una X tachada. Entonces unía los extremos de cada vara con el cordel hasta perfilar un perímetro hexagonal. Enseguida, vestía el papalote con la luz roja del papel de China que pegaba con engrudo al esqueleto, enorme jeroglífico de dos cuartas de alto.
La cola de aquella ave rara no sería otra cosa que una serie de trozos de trapo anudados unos con otros, sobrantes de tela que la tía acumulaba bajo la vieja Singer de pedal de hierro desgastado.
Cuando no había suficiente tela de donde echar mano, llegaba el turno de la tijera para la raída sábana extraída de entre los guardadijos de mi madre.
El Arcelo guardaba celosamente el secreto para calcular la longitud de los tirantes, los trozos de cordel que unían al papalote con la madeja de cáñamo con la que controlábamos el vuelo.
Con los ventarrones de marzo el papalote ascendía como un Santo Cristo hacia los cielos.
De vez en cuando mi hermano y yo también hacíamos papalotes pero estos rara vez llegaban a volar y, casi siempre, tras dos o tres piruetas terminaron estrellados contra el suelo.
El Arcelo era el único que hacía papalotes que volaban. Sobre esto nunca tuve la menor duda, igual que hoy tengo la certeza de que aquellas aves de papel volarán conmigo el resto de mis días.