Por Armado Terán
Cuando los perros se ataban con longaniza, cuentan que el cacique de un poblado del Valle se encontraba en el entonces Distrito Federal con su esposa que recibía terapia de mal incurable.
De pronto fallece la doña y el cacique enfrenta la parafernalia burócratica más costosa para el traslado de cuerpo.
De tal modo se le puso la cosa a don cacique, que acudiendo a su poder en relaciones políticas y capital monopólico, sienta el cadáver de su mujer en el asiento del copiloto en su automóvil, y maneja con éste hasta su pueblo en el Valle.
Son increíbles las historias que inventaba el pueblo acerca de los caciques folklóricos y poderosos; microcuentos moribundos que rolan por ahí en extinción.
P.D. Éste me lo contaron esta mañana en el Café.
Por Sergio Anaya
Ésta me la contó mi padre y ocurrió en el Cd. Obregón de principios de los 50s, cuando la radiodifusión local estaba en apogeo y atraía a locutores de otras regiones, algunos ya hechos en el oficio y otros con inquietud por convertirse de la noche a la mañana en un ídolo popular, como eran la mayoría de los señores del micrófono en esa época.
Entre los recién llegados estaba un hombre ya de edad madura, bajo de estatura, enjuto y simpático. Hacía honor al oficio, hablaba a toda hora con temas salpicados de picardía que pronto lo hicieron figura entre la palomilla que solía reunirse durante las noches alrededor de una mesa, cervezas y chismes de último momento.
Una de esas noches llegó el hombrecillo de diminuta humanidad y cuando le preguntaron por qué tan serio ahora, les confesó que traía un problema urinario, usted sabe, ardor en la punta de allí, idas frecuentes al baño y de repente un puntito viscoso que parecía pus.
Luego luego los más viejos le recomendaron hacerse un examen de próstata.
Él era un recién llegado a la ciudad y no conocía aún de doctores por lo que preguntó a los amigos a quién podía cosultar, un médico de prestigio.
Ni tardos ni perezosos dos o tres le sugirieron ir con el doctor X., le dijeron que era muy buen médico cirujano, discreto y conocedor de las anomalías de la próstata. Pero no le dijeron que era alto, fornido, de manos grandes y gruesos dedos.
El inocente dijo que iría a la mañana siguiente con el prestigiado y para él desconocido galeno. Y así lo hizo.
Después de eso pasaron varios días sin que el diminuto locutor volviera a la tertulia. Los amigos preguntaban entre risa y risa si alguien sabía algo.
Hasta que una noche de ésas apareció en el punto de reunión acostumbrado. Llegó muy serio, en su rostro antes pícaro ahora se percibía un disgusto, un reclamo ardiente que no podía esconder. En la mesa todo se hizo silencio, esperaban a que el hombrecito dijera algo. Y así habló.
Con una mirada rencorosa y señalando a cada uno les gritó: "Tú... tú... y tú... vayan y chinguen a su madre".
El silencio de los allí reunidos estalló con una escandalosa carcajada que debió oirse desde la Cumuripa hasta el Plano Oriente.
Ya pasado el momento difícil y amainada su furia, el interfecto les reclamó en tono amistoso "Qué gachos son...". Y enseguida entró al tema que los otros querían escuchar.
"Cuando me pasaron al consultorio y vi a ese enorme monstruo que me pidió ponerme en posición para el examen, creí que me iba a desmayar al observar una enorme mano que metía en un guante delgadito y transparente, como un condón que cubría cinco dedos descomunales... quise huir, cancelar la consulta y curarme con chochos...".
Y remataba para unirse al ánimo de sus amigos: "Pero el doctor se rió al ver mi miedo y tuve que demostrarle que soy hombre, que a mí nada me asusta".
Durante algunos años la anécdota fue real, hasta que empecé a escucharla en varias versiones, con otros personajes y en diferentes ciudades. Sólo me quedó una certeza sobre la naturaleza de los hombres de aquí y de allá.
(Los personajes de esta anécdota son reales, tienen nombres, o tuvieron, pero los omito por respeto a sus familias que viven aquí en Cd. Obregón).